El sermón de la montaña (I): los discípulos, sal y luz del mundo (por Jaime Sancho Andreu)
(5º Domingo ordinario, 5 – Febrero – 2023)
En el comienzo de la vida pública de Jesús
Nos dice san Mateo que Jesús, después de llamar a los primeros discípulos, recorrió toda Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando en todas partes y anunciando la buena noticia del Reino de Dios con palabras y con obras, curando a toda clase de enfermos. Todo ello suscitó una enorme expectación que atrajo a mucha gente de la zona, incluso de la lejana Jerusalén (Mt 4, 23-25). Había llegado el momento en que Jesús hiciese como una declaración programática, a la manera de los antiguos profetas, y eso lo hizo en el lugar que se llamaría para siempre el “Monte de las bienaventuranzas” con la campiña y el lago de Galilea a la vista.
Los bienaventurados tienen una misión
El domingo pasado leímos las primeres palabras del “sermón”, las bienaventuranzas, y nos encontramos ahora con que Jesús se dirige a los que poco antes ha llamado bienaventurados, felices, y les declara la misión que deberán desempeñar en su nombre, como sal de la tierra y luz del mundo.
Los mejores del reino de los cielos no son precisamente los primeros en el mundo; pero son aquellos que tan solo se dejan enriquecer por el Espíritu, los mártires y los limpios de corazón, los que sufren persecución por causa de la justicia, los que Jesús pone como ejemplo en el mundo.
El sermón de la montaña
Como este año la Cuaresma comienza pronto, el próximo 22 de febrero solo podremos leer la mitad del gran discurso de Jesús que inaugura su ministerio como el definitivo Profeta de Dios.
El Señor, como un nuevo Moisés, expone desde lo alto de un monte la nueva ley de su Reino. Probablemente se trata de un conjunto de sentencias de Jesús pronunciadas en circunstancias diferentes, pero recogidas por el evangelista a modo de un largo discurso. Lo cierto es que, en este “sermón”, se ha visto siempre el mejor resumen de la enseñanza de Cristo, y que en él se contienen los pasajes más conocidos de su doctrina.
El radicalismo de las palabras de Jesús en este discurso ha hecho pensar a los teólogos y escrituristas. Para unos, Jesús querría mostrarnos un imposible, unos mandamientos que no podríamos cumplir nunca, debido a nuestra naturaleza pecadora; y así reconoceríamos que todo viene de Dios, sin colaboración alguna de nuestra parte. Para otros, estaríamos ante una moral de los últimos tiempos, tan solo justificable por la creencia en un fin inmediato del mundo; ésta sería una manera de dejar aparte las palabras de Cristo como utópicas.
Sin embargo, la interpretación católica de este pasaje nos dice que, efectivamente, se trata de una transformación del mundo – con Cristo acaba un mundo y comienza otro nuevo – de un comenzar otra vez para acercarnos a la perfección y la bondad que sólo están en Dios; pero esto es posible porque la naturaleza humana del cristiano ha sido regenerada en el Bautismo y, con la gracia de Dios, podemos avanzar sin límite en el camino de la perfección a imitación de Jesucristo. Ahí está el ejemplo de los santos y ahí está, por encima de todo, el ejemplo de Cristo.
La sal de la tierra
En la primera comparación, Jesús parte de la experiencia de que un poco de sal da buen sabor a todo el alimento. La sal es diferente de los alimentos que condimenta, pero se funde con ellos; también se echaba un poco de sal sobre los sacrificios cuando se quemaban en el templo de Jerusalén. En todo ellos podría estar pensando Jesús cuando dijo a los discípulos que ellos tenían que ser la sal de la tierra.
Los pobres del Señor son una minoría diferente del mundo, el cual no tiene sentido, tal como es ahora, ni es agradable a Dios como ofrenda que responda a los favores del cielo hacia los hombres. Pero el Señor se inclina favorablemente hacia la tierra, porque en ella hay un resto de fieles que la preservan de la total corrupción. Por ello los cristianos fieles deben saber que no valdrían para nada si llegaran a perder sus características propias – una sal sin sabor, un cristiano sin identidad ni convicciones – si se hicieran iguales al mundo.
La luz del mundo
Al comienzo del tiempo ordinario (Domingos 2º y 3º), Jesús fue proclamado «Luz de las naciones», y entonces comentábamos que él debía ser la nueva Ley que alumbraría los pasos de los hombres. En la Nueva Alianza, la ley de Dios no es tanto un código escrito, sino un ejemplo de vida mostrado en Cristo Jesús; de este modo se cumplen las profecías que hablaban de un ley escrita en los corazones, porque el Espíritu Santo graba en los fieles la imagen de Cristo.
Los pobres del Señor son como las imágenes de los santos puestas en las vidrieras de los templos: a través de ellos, con matices y colores diferentes, llega a nosotros la única luz verdadera que ilumina a los hombres (Cf. Juan 1, 9). Jesús ya no está en el mundo corporalmente, pero hay muchos que son los faros para orientar hacia la vida verdadera. Se trata de personas que viven de acuerdo con las Bienaventuranzas. Muy detrás quedan los guías de este mundo: políticos, capitalistas, artistas o intelectuales… éstos podrán ser más inteligentes o astutos que los hijos de la luz, pero de ellos no cabe esperar luz.
Del mismo modo, san Pablo se presentó a los Corintios débil y temeroso: “no con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado”(1 Corintios 2, 2. Segunda lectura). Porque no era de sí mismo de quien iba a hablar sino de Cristo; y no debía ser luz propia el Apóstol, sino iluminar con el don de la fe que viene de Dios.
Las obras de la luz
Como en otras ocasiones, la lectura de los profetas nos lleva a poner los pies en el suelo y a bajar desde una interpretación demasiado espiritualista del evangelio: “En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo” (Salmo responsorial 111). Porque las Bienaventuranzas y todo el Sermón de la Montaña no pueden quedarse en un «espíritu» o en una simple y cómoda «actitud».
Tampoco se refiere a estrategias globales y técnicas, que dependen de la ciencia de los sabios y del poder de los fuertes, acciones que quedan fuera del alcance de las personas corrientes y las condenan a la inacción. Es cierto que Jesús llama a todos, incluso a los sabios, ricos y poderosos, pero éstos lo tienen difícil para poner sus posibilidades al servicio de alguien que no sean ellos mismos; pero, como recordábamos el domingo pasado, en última instancia, lo que es imposible para los hombres es posible para Dios (Cf. Mt 19, 23-26).
Se trata de acciones concretas, al alcance de cualquiera: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. entonces romperá tu luz como la aurora” (Isaías 58, 7-8. Primera lectura).
Cuando se hacen estas obras que imitan la bondad creadora de Dios y su amor por la vida, se actúa bajo la luz de la Ley de Dios mostrada en Cristo: “Cuando partas tu pan con el hambriento… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (Is 58, 10). A pesar de que estas obras sean hechas por los pobres del Señor, son vistas por los hombres y los evangelizan, porque muestran un camino mejor, que algo nuevo ha comenzado en el mundo: “No se puede ocultar una ciudad en lo alto de un monte… Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mateo 5, 14 y 16).
LA PALABRA DE DIOS EN ESTE DOMINGO
Primera lectura y Evangelio. Isaías 58, 7-10 y Mateo 5, 13-16: En el Evangelio hemos comenzado la lectura del Sermón de la Montaña. Si Cristo es «Luz de las naciones», los cristianos han de ser la «Luz del mundo». En la primera lectura, Isaías concreta en qué consisten las obras luminosas que Dios quiere: compartir con el pobre, liberar de la opresión, hablar y actuar con caridad.
Segunda lectura. 1 Corintios 2, 1-5: San Pablo se presenta al comienzo de su carta como instrumento del Espíritu Santo, débil y temeroso; portador, sin embargo, del conocimiento de Cristo crucificado y confiando en el poder de la gracia de la fe que acompaña la predicación del Evangelio.