En el principio de esta advocación están unos hechos ocurridos en Valencia el 24 de febrero de 1410, primer domingo de cuaresma, cuando el padre Juan Gilabert Jofré, comendador del convento de la Merced, entonces situado en la plaza de su nombre, se dirigía a predicar en la catedral de Valencia atravesando la plaza del mercado y un dédalo de callejuelas ocupado por los gremios de los tejedores de seda (velluters) y de los plateros.
El caminar del religioso vio alterado al descubrir a un pobre loco que estaba siendo apedreado por unos muchachos. La cruel escena no parecía conmover a los espectadores, pero el religioso de la orden redentora de los cautivos se interpuso entre los agresores y la víctima, defendiéndola y procurando que lo atendieran. Cuando llegó a la catedral, cambió el tema del sermón y describió vivamente lo que había presenciado y que era muestra del desprecio y agresiones que padecían los disminuidos psíquicos, llegando incluso a matarlos. La conclusión de la homilía fue la siguiente: “En la presente ciudad hay muchas obras piadosas y de gran caridad y sustentación; sin embargo, falta una que es de gran necesidad: un hospital o casa donde los pobres inocentes y furiosos sean acogidos”.
No en vano, el Padre Jofré había estado en Bugía, Oran y otros puertos del norte de África y en el reino islámico de Granada, donde pudo conocer los hospitales para dementes que existían en el mundo musulmán desde el siglo octavo, los Maristanes, más especializados en el cuidado de los enfermos que las casas para locos que había ya en Europa.
Al acabar el acto, en la misma Seo, un grupo de caballeros y burgueses se ofreció a poner en marcha esta obra, con tanta diligencia que al año siguiente, el 26 de febrero de 1410, el papa Benedicto XIII (el aragonés Pedro de Luna) dio por titulares y patronos del nuevo Hospital a los Santos Inocentes Mártires, “por se los únicos a los que la Iglesia tributa culto a pesar de no haber llegado al uso de razón”; fundación privilegiada por el rey de Aragón y de Valencia Martín I el Humano (15 de marzo de 1410) y confirmada por su sucesor Fernando I de Antequera (29 de agosto de 1414) bajo el título de la Virgen María de los Inocentes (Confraría de la Verge María dels Ignoscens).
Vemos, pues, como la obra caritativa se puso enseguida bajo la protección de María, invocada espontáneamente con un nuevo título, que fue reconocido por el rey Fernando el Católico (Privilegio real de 3 de junio de 1493): “Plugo al Señor Rey… que de aquí en adelante la dicha Cofradía se intitule la Cofradía de la Sagrada Virgen María de los Inocentes y de los Desamparados.” Se mantiene la ambigüedad del término “inocentes”, que por una parte designaba a los deficientes mentales pacíficos, a diferencia de los “furiosos” y, de modo general, a todos los enfermos psíquicos como carentes de conocimiento o juicio y, por otra parte, se refería a los niños asesinados por Herodes (Mt 2, 16-18), los Santos Inocentes, los cuales aparecen primero en el emblema de la Cofradía, adorando la cruz y, luego, a los pies de la imagen de la Virgen, como los vemos actualmente.
La imagen de la Virgen
Esta advocación va unida inseparablemente a la imagen que fue realizada antes del año 1426 en que figura ya detalladamente descrita en el inventario de la Cofradía. como titular de la Cofradía, pero que, reproducida infinidad de veces en pinturas, esculturas y grabados, polarizó desde entonces la devoción mariana de los valencianos. No podía faltar el embellecimiento de la leyenda que narraba la milagrosa labra de la imagen por unos ángeles materializados como artistas ambulantes, pero lo cierto es que está documentada su confección en material ligero, madera y cartón piedra, de modo que pudiera trasladarse fácilmente a las casas de los clavarios y pudiese colocarse yaciendo sobre los féretros de los mismos o de los desamparados a quienes aquellos daban piadosa sepultura, como los condenados a muerte y los náufragos cuyos cuerpos llegaban a la playa.
En la imagen original, la Virgen va revestida con túnica ceñida y una especie de casulla amplia, todo ello dorado. En la mano derecha lleva la azucena, en referencia a la Concepción Inmaculada, mientras que en la izquierda llevaba la cruz, sustituida luego por la imagen del Niño Jesús que es ahora el portador de la cruz como anuncio de la pasión y los dolores de los pobres desamparados, que prolongan los sufrimientos de Cristo que pide ser consolado en los más necesitados. Completan la imagen los niños inocentes arrodillados a los pies de la Señora y los ángeles, como referencia al origen milagroso de la imagen. El tipo icónico de la Virgen de los Desamparados se caracteriza posteriormente con la añadidura de la corona alta, en forma de tiara, del paño delantero que sirvió desde el principio para sostener las joyas y exvotos, y del manto de brocado.
La Real Capilla de la Virgen
La venerada imagen fue custodiada en una pequeña capilla junto al Hospital, llamada el Capitulet y, luego, fue expuesta en un retablo ubicado en una capilla abierta entre los contrafuertes del ábside de la Catedral, hasta que el 15 de mayo de 1667, reinando Carlos II, fue entronizada definitivamente en la Real Capilla adjunta a la Seo. El templo, de estilo barroco y con planta elíptica, figura un espacio abierto, como el claustro o patio de un edificio sobre el que aparece el cielo, representado en la cúpula. Esta representación se reforzó cuando esta gran estructura de cobertura fue pronto oculta por una segunda bóveda que fue magníficamente decorada al fresco por el pintor Antonio Palomino, el cual desarrolló la composición de una espiral ascendente, formada por los santos valencianos y culminada por la Virgen que intercede por sus hijos ante la Santísima Trinidad. Magnífica pintura que puede volverse a contemplar desde la fiesta del año 2003.
La extensión de esta advocación
El ejemplo del Hospital de Valencia, que es considerado el primer psiquiátrico de Europa, fue pronto imitado en Segorbe (1466), y la Madre amparadora fue entronizada entre otros lugares en el Hospital de Valladolid (1591) y en el de la Corona de Aragón, en Madrid (1592).
Los siglos XVII y XVIII fueron testigos de una gran expansión de la devoción a la Virgen de los Desamparados, como lo demuestra el templo erigido en Lima (Perú) por el virrey conde de Lemos en honor a “La siempre Virgen María, Madre de los Desamparados”, lo mismo que la presencia de imágenes copia de la original en Filipinas, la India, Costa Rica, San Juan y san Nicolás de Buenos Aires y otros lugares de América.
En los siglos XIX y XX, extendieron esta devoción los misioneros valencianos y las congregaciones religiosas, entre las que destacan la de las “Hermanitas de los ancianos desamparados”, fundada en Valencia por Santa Teresa Jornet Ivars en 1872, así como la de las “Madres de Desamparados y de San José de la Montaña” y de las “Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad”, fundadas respectivamente en el mismo siglo por la Beata Petra de San José y Santa María Micaela del Santísimo Sacramento; así mismo, en Medellín (Colombia) se fundó la congregación de Siervas del Santísimo y de la Eucaristía, que tiene como patrona a la Virgen de los Desamparados.
El culto a la Virgen de los Desamparados superó desde el principio el ámbito de su Cofradía, pero es en los últimos siglos cuando los Papas han sancionado su patronazgo, primero sobre la ciudad de Valencia por León XIII el 21 de abril de 1885 y, luego, como Patrona Principal de la Región Valenciana, actualmente Comunidad Autónoma Valenciana, por el Beato Juan XXIII el 10 de marzo de 1961. El Papa Pio XII elevó asimismo a la categoría de Basílica Menor la Real Capilla de la Virgen de los Desamparados el 21 de abril de 1948. Un hito excepcional en esta historia fue la solemne coronación canónica de la imagen original, realizada por el cardenal Don Enrique Reig y Casanova el 12 de mayo de 1923.
La celebración de la fiesta anual
En este año 2023, la festividad culminará el Año Jubilar con ocasión del Centenario de la coronación de nuestra venerada imagen.
Durante este curso, las catequesis, el Congreso Mariológico y, en general, muchas de las actividades se han estructurado en torno a las tres alabanzas que se tributan a la Madre de Dios en el prefacio de la fiesta de los Desamparados: Modelo de escucha de la Palabra, consuelo en nuestro desvalimiento y estímulo constante para nuestra caridad.
La palabra de Dios en la Misa de la fiesta
De este modo, la fe de este pueblo creció iluminada por la devoción a la Virgen, de modo que el gran desarrollo de la advocación de Madre de los Desamparados acompañó a esta comunidad cristiana en su historia, dotándole de una dimensión comprometida con el prójimo más necesitado. Si “la fe se realiza en la caridad”, como enseña san Pablo (Gal 5, 6), esta devoción proclama y exige continuamente la coherencia de la vida cristiana, de modo que invita a acudir constantemente al encuentro del prójimo, objeto del amor de Dios Padre, unido a Cristo paciente y entregado por Jesús al cuidado de la Madre desde lo alto de la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 26-27), como se lee en la Misa de la Solemnidad de la Virgen de los Desamparados.
No en vano, en esta ocasión y en las muchísimas celebraciones votivas con este título, se recuerdan las recomendaciones del Apóstol a los Romanos (12, 9-13) que comienzan con las palabras “Que vuestra caridad no sea una farsa” y terminan con “Contribuid en las necesidades del Pueblo de Dios; practicad la hospitalidad”. Es el magisterio constante de la liturgia de la Iglesia, recogido en la Misa propia de esta festividad, cuya liturgia de la palabra se inicia con Apocalipsis 21, 1-5ª, que anuncia la gloria de María, simbolizada por la nueva Jerusalén que desciende del cielo como una novia que se adorna para su esposo.
La presencia de María en la Iglesia hace que sintamos cómo esta Madre “enjugará las lágrimas de su pueblo”, de modo que “ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor”. En el salmo responsorial aclamamos a María como a una nueva Judit: “Tu eres el orgullo de nuestro pueblo”, para escuchar luego las serias palabras de san Pablo y las de Jesús en la cruz, citadas antes, que nos llevan a no perder nunca de vista la dimensión generosa de la vida cristiana, que no se puede quedar en la mera efusión sentimental.
Es también la lección de la Madre que acoge a sus hijos en los momentos de desamparo, y así lo creen los fieles que tienen en este título y en esta imagen su asidero profundo cuando se sienten hundidos, y es el mensaje de la Madre solícita por todos los desamparados del mundo, que invita a abajarse hacia ellos, como lo hace ella, para ser dignos de su amor.
Jaime Sancho Andreu