En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla.
En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla.
Se le acercó un escriba y le dijo:
«Maestro, te seguiré adonde vayas».
Jesús le respondió:
«Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza».
Otro, que era de los discípulo, le dijo:
«Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre».
Jesús le replicó:
«Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos».
En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron.
En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron.
En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole:
«¡Señor, sálvanos, que perecemos!».
Él les dice:
«¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?».
Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados:
«¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?».
En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos.
En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos.
Desde el sepulcro dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino.
Y le dijeron a gritos:
«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?».
A cierta distancia, una gran piara de cerdos estaba paciendo. Los demonios le rogaron:
«Si nos echas, mándanos a la piara».
Jesús les dijo:
«Id».
Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo al mar y se murieron en las aguas.
Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados.
Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
En aquel tiempo, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
«Sígueme».
En aquel tiempo, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
«Sígueme».
Él se levantó y lo siguió.
Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.
Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
«¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».
Jesús lo oyó y dijo:
«No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
En aquel tiempo, los discípulos de Juan se acercan a Jesús, preguntándole:
«¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?».
En aquel tiempo, los discípulos de Juan se acercan a Jesús, preguntándole:
«¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?».
Jesús les dijo:
«¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?
Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán.
Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor.
Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan».
Martes, 1 de julio de 2025
Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo
Lecturas:
Gen 19, 15-29. El Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego.
Sal 25. Tengo ante los ojos tu bondad, Señor.
Mt 8, 23-27. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma.
La Palabra que el Señor nos regala hoy nos habla de la fe. Creer no es solamente saber una doctrina y cumplir unos ritos religiosos. La fe es mucho más. Lo hemos cantado en el Aleluya: Espero en el Señor, espero en su palabra.
Tener fe es vivir una historia de amor con Dios. Es haber descubierto que Dios te ama gratuitamente y empezar a responder a este Amor, que te precede y en el que te puedes apoyar para vivir la vida.
Es dejar que Dios pase cada día por tu vida y te encuentres con Él, que te ama y te busca.
Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado (cf. LF 1).
Ser cristiano es ser discípulo de Cristo, es aceptar su enseñanza, es aceptarle a Él como único Señor y como único Maestro, es tratar de vivir cada día como Él vivió, con sus mismos sentimientos y actitudes.
Seguir a Jesús es una aventura. Tener fe, supone vivir en actitud de búsqueda sincera y humilde de Dios, en actitud de conocer y amar su voluntad.
Tener fe significa vivir entre la luz y la oscuridad. Vivir a la luz de Cristo, pero aceptando que la fe y la vida del hombre es un misterio que nunca acabamos de comprender. La oscuridad desaparecerá completamente en el cielo, cuando veamos a Dios tal cual es.
Mientras caminamos hacia la vida eterna hemos de vivir en la confianza en Dios. Confianza que nace de la certeza de su fidelidad: no hay nada ni nadie que pueda separarnos del amor de Dios (cf. Rom 8, 35-39).
Nos gusta tener seguridades humanas en la vida: es un signo de nuestra debilidad y de nuestra pobreza. Tener fe es fiarnos de Dios, abandonarnos en sus brazos. Todos tenemos nuestros miedos y temores.
El Señor te invita hoy a no tener miedo, a descansar en Él. A invocar al Espíritu Santo, que te hará vencer el miedo, con la confianza de que la prueba no superará tus fuerzas y con la confianza de que Él está contigo. A gritar como Pedro: Señor, sálvanos, que perecemos.
Recibid el poder del Espíritu y sed mis testigos (Cf. Hch 1, 8).
¡Ven Espíritu Santo! (cf. Lc 11, 13)
Mt 8, 23-27. “¿Quién es este?”. Una de las tareas más importantes que realizaron los discípulos fue conocer a Jesús. Hubo algo que les atrajo cuando los llamó, aunque en realidad aún no lo conocían. A lo largo de todo el camino juntos, de toda la vida pública que comparten, van descubriendo quién es Él. En la escena de hoy esa pregunta se hace explícita. Están atravesando el lago de Galilea y se produce una gran tempestad que pone en peligro la vida de los discípulos. La primera sorpresa es que Jesús duerme, parece que está ajeno a la suerte de los que ocupan la barca. Ellos le gritan de miedo: ¡Señor, sálvanos! Jesús recrimina su miedo, que es expresión de su falta de fe. Y asume la responsabilidad. Increpa al mar y a los vientos y detiene la tempestad. Esta es la segunda sorpresa que lleva a la pregunta: ¿Quién es éste? También nosotros hemos de crecer y avanzar en nuestro conocimiento de Jesús.
Esto dice el Señor Dios:
«Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré.
Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones.
Sacaré a mis ovejas de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las llevaré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en los valles y en todos los poblados del país. Las apacentaré en pastos escogidos, tendrán sus majadas en los montes más altos de Israel; se recostarán en pródigas dehesas y pacerán pingües pastos en los montes de Israel.
Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar —oráculo del Señor Dios—.
Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia».
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque caminé por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
Hermanos:
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvados del castigo!
Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!
Y no solo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos y a los escribas esta parábola:
«Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?
Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
EL BANQUETE EUCARÍSTICO
(Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo -C-, 22-Junio-2025)
Misterio de presencia
Sacramento de presencia verdadera, real y sustancial, presencia del único sacrificio de la Cruz y presencia de la comunidad reunida en torno a la Mesa de la Cena del Señor. Es vínculo de unidad y don de caridad… Todo esto y más es la Eucaristía, y cada año nos acercamos a este misterio a través de un tema diferente.
El tema propio de este año C.
Jesucristo está presente y obra con su poder en los sacramentos mediante la acción del Espíritu santo, que es invocado en la Eucaristía para que sea la verdadera actualización del único sacrificio de Cristo y su cuerpo y sangre inmolados y gloriosos. Este es el gran misterio eucarístico, que tiene como centro al Cuerpo y la sangre de Cristo, en el marco de un sacramento que tiene la forma de un banquete sacrificial.
Cuando retorna cada año esta solemnidad, debemos prestar especial atención al modo como nos acercamos a la contemplación de este misterio, teniendo presente que, si los años A y B dedican respectivamente las lecturas de esta solemnidad al misterio del Cuerpo y Sangre sacramentales de Cristo, este año C nos orienta prioritariamente a la contemplación de la Eucaristía como sacrificio pascual y ágape comunitario de la Iglesia.
El sacrifico espiritual de la Nueva Alianza.
En primer lugar, hay que reconocer la iluminación que el Espíritu Santo proporciona a la Iglesia para comprender el antiguo Testamento como profecía de Jesucristo, y así leemos este año que “Melquisedec ofreció pan y vino” (Gen 14, 18); de este modo, conforme a la historia de la salvación, el gesto del rey de Salem es un precedente muy significativo para judíos y cristianos. Pues antes de que se instituyera en Israel el ofrecimiento de animales y de frutos de la tierra, existió ya esta sencilla ofrenda del pan y del vino en acción de gracias. Melquisedec fue un misterioso rey-sacerdote que, según la carta a los Hebreos, preludiaba ya, más allá del sacerdocio pasajero de Aarón, Leví y sus hijos, el sacerdocio de Jesús, Rey-Sacerdote mesiánico conforme a la bendición del salmo responsorial 109,4: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec” que nosotros aplicamos a Jesucristo.
El banquete eucarístico.
“Comieron todos y se saciaron” (Lc 9, 17). La multiplicación de los panes está contada de modo que refleja la celebración eucarística de la Iglesia primitiva, al tiempo que la anuncia como signo profético. No se trata de un milagro personal de Jesús o de un simple compartir la pobreza.
Jesús, movido por el Espíritu, comienza levantando los ojos al cielo, en una oración de acción de gracias (Eucaristía) y de petición, como siguen siendo nuestras plegarias eucarísticas, que incluyen siempre la invocación del Espíritu Santo; después bendice el pan, pues el Padre ha confiado todo al Hijo, incluso el poder de pronunciar la bendición del cielo; y finalmente lo parte, con un gesto presidencial que alude tanto a su propio quebrantamiento en la pasión como a la infinita multiplicación de sus dones que el Espíritu Santo realiza en todas las celebraciones eucarísticas, y con ello se hace visible simbólicamente que el amor trinitario se hace presente en la autodonación sacramental de Jesús.
Por todo ello, en este Día de Caridad, hemos de tener presente que la característica propia del amor cristiano es la donación de sí mismo que hace posible compartir toda la vida, y no sólamente los bienes que nos sobran. En la Eucaristía compartimos el amor de Cristo en torno a su mesa, que es también el ara donde consumo su ofrenda única y perfecta, cumpliendo la voluntad del Padre.
La entrega de Jesús en la última Cena y en la eucaristía.
Finalmente, hemos escuchado a san Pablo, que en su carta a los corintios, al tiempo que corrige su forma escandalosa de celebrar el ágape fraterno, les transmite la tradición verdadera que nos viene del ejemplo de Jesús por medio de los apóstoles.
El contexto de la acción de Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, es esencial. En último término es el Padre quien lo entrega para que pueda ofrecerse como Dios y hombre verdadero: en la cruz por los hombres y en la Eucaristía, igualmente, por nosotros. Por eso Jesús pronuncia la oración de acción de gracias: porque el Padre hace esto, porque él mismo puede hacerlo con El y porque el Espíritu Santo lo realizará continuamente en el futuro por el ministerio de los apóstoles y sus sucesores, que son los obispos y los presbíteros.
Jesús no sólo distribuye el pan partido que es él mismo, sino que da a los que lo reciben, para prolongar esta gracia, la orden y el poder de repetir ellos mismos en el futuro este sacrifico de alabanza, comunión y expiación “en memoria suya”, como un presente siempre nuevo por el que se dan gracias al Padre. Así en nombre del Hijo y con la fuerza del Espíritu se parte y se come el pan y se comparte el vino. La participación del pan y la libación del vino son inseparables del desgarramiento y desangrarse de la vida de Jesús en cruz, que ofreció este sacrificio movido por el Espíritu Santo.
LA PALABRA DE DIOS EN ESTA SOLEMNIDAD
Primera lectura y salmo responsorial. Génesis 14, 18-20: El sacrifico de Melquisedec es una profecía de la ofrenda sacramental de Jesucristo, como Sacerdote de la Nueva alianza. Nuestro pan y vino son ahora el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Segunda lectura. 1 Corintios 11, 23-26: San Pablo recuerda la tradición que le ha llegado por medio de los testigos que estuvieron presentes en la última Cena. En la memoria de la Iglesia primitiva, la institución de la Eucaristía en vísperas de la Pasión hace de este sacramento un sacrificio pascual de comunión en la muerte y resurrección del Señor.
Evangelio de Lucas 9, 11b-17: La multiplicación de los panes fue una profecía del banquete eucarístico, el cual repite a lo largo del tiempo la donación sacrificial de Cristo a sus discípulos. Como el joven del Evangelio, que ofreció todo lo que tenía, nosotros hemos de estar dispuestos a entregarle a Cristo todo nuestro ser para compartir la vida eterna que el Señor nos ofrece.
Viernes, 27 de junio de 2025
Sagrado Corazón de Jesús
Lecturas:
Ez 34, 11-16. Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las haré reposar.
Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Rom 5, 5b-11. Dios nos demostró su amor.
Lc 15, 3-7. ¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús se centra en el amor que Dios nos tiene, simbolizado en el corazón de su Hijo Jesucristo, un corazón manso y humilde, que exaltado en la cruz es fuente de vida y de salvación de la que se sacian todos los que se acogen a ella.
El misterio del amor de Dios nos muestra la entraña del cristianismo, el hilo conductor de nuestra fe.
Dios te ama. Te ha creado por amor. Tú no existes por casualidad. Dios te ha llamado a la vida porque quiere que vivas con Él una vida de amistad, de intimidad.
Dios te ama gratuitamente, con un amor que no te lo tienes que ganar. Con un amor que lo puedes rechazar –la libertad es parte del amor–, pero que no lo puedes perder: Dios no dejará de amarte nunca.
El amor de Dios es más fuerte que la muerte. Por eso, te invita a vivir para siempre. No para cien años, sino para toda la eternidad.
Dios te ha creado para amar. Te ha creado a su imagen y semejanza, y serás feliz en la medida en que ames con un amor como el suyo: un amor marcado por la gratuidad, la fidelidad, la misericordia, la donación: se es más feliz al dar que al recibir (cf. Hch 20, 35).
¿Cómo es el Corazón de Jesús? Lo hemos cantado en el Aleluya: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Un corazón fiel y obediente a la voluntad del Padre.
En este Mes del Corazón de Jesús el Papa León nos invitaba a orar para que cada uno de nosotros encuentre consolación en la relación personal con Jesús, y aprenda de su corazón la compasión por el mundo.
“Señor, hoy vengo a tu tierno Corazón, a Ti que tienes palabras que encienden el mío, a Ti que derramas compasión sobre los pequeños y los pobres, sobre los que sufren y sobre toda miseria humana.
Deseo conocerte más, contemplarte en el Evangelio, estar contigo y aprender de Ti y del amor con que te dejaste tocar por todas las formas de pobreza. Tú nos mostraste el amor del Padre amándonos sin medida con tu Corazón divino y humano. Concede a todos tus hijos la gracia del encuentro contigo.
Cambia, moldea y transforma nuestros planes, para que sólo te busquemos a Ti en cada circunstancia: en la oración, en el trabajo, en los encuentros y en nuestra rutina diaria. Y desde este encuentro, envíanos en misión; una misión de compasión por un mundo en el que eres la fuente de donde fluye toda consolación. Amén.”
Recibid el poder del Espíritu y sed mis testigos (Cf. Hch 1, 8).
¡Ven Espíritu Santo! 🔥 (cf. Lc 11, 13).
Lc 15, 3-7. “Habrá más alegría en el cielo”. Celebramos hoy la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. El evangelio nos presenta una de las imágenes más queridas relacionadas con el Señor, la imagen del buen pastor. Nos muestra la preocupación particular por cada una de sus ovejas, de tal manera que cuando pierde una no se resigna a esta situación, sino que va en su busca. Cuando la encuentra experimenta una gran alegría, no le reprocha el extravío sino que la carga con delicadeza sobre sus hombros y la devuelve al rebaño. Su alegría es expansiva, la comunica a los demás, quiere que todos participen de ella. Es una alegría que llega hasta el cielo, hasta el mismo Dios que espera la conversión de cada uno de nosotros. Demos gracias por tener a un Maestro que es Pastor y que nos ama y se interesa por cada uno de nosotros.
Festejad a Jerusalén, gozad con ella,
todos los que la amáis;
alegraos de su alegría,
los que por ella llevasteis luto;
mamaréis a sus pechos
y os saciaréis de sus consuelos,
y apuraréis las delicias
de sus ubres abundantes.
Porque así dice el Señor:
«Yo haré derivar hacia ella,
como un río, la paz,
como un torrente en crecida,
las riquezas de las naciones.
Llevarán en brazos a sus criaturas
y sobre las rodillas las acariciarán;
como a un niño a quien su madre consuela,
así os consolaré yo,
y en Jerusalén seréis consolados.
Al verlo, se alegrará vuestro corazón,
y vuestros huesos florecerán como un prado,
se manifestará a sus siervos la mano del Señor».
Aclamad al Señor, tierra entera;
tocad en honor de su nombre,
cantad himnos a su gloria.
Decid a Dios: «¡Qué temibles son tus obras!». R/.
Que se postre ante ti la tierra entera,
que toquen en tu honor,
que toquen para tu nombre.
Venid a ver las obras de Dios,
sus temibles proezas en favor de los hombres. R/.
Transformó el mar en tierra firme,
a pie atravesaron el río.
Alegrémonos en él,
que con su poder gobierna eternamente. R/.
Los que teméis a Dios, venid a escuchar,
os contaré lo que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica,
ni me retiró su favor. R/.
Hermanos:
Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.
Pues lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura.
La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios.
En adelante, que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.
La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino.
Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa.
Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles:
“El reino de Dios ha llegado a vosotros”.
Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”.
Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad».
Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo:
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Él les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno.
Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».
SAN PEDRO Y SAN PABLO.
(29 de junio de 2025)
Ofrecemos la homilía del año pasado del papa Francisco en esta solemnidad, la cual, aparte de su riqueza doctrinal, es un modelo de lo que deseaba el Papa para esta parte de la liturgia de la Palabra: Brevedad, unidad de tema y llamada a la espiritualidad personal.
En este Año Jubilar: Abrir las puertas a una vida nueva
Contemplemos a los dos Apóstoles Pedro y Pablo: el pescador de Galilea a quien Jesús hizo pescador de hombres; el fariseo perseguidor de la Iglesia transformado por la gracia en evangelizador de los gentiles. A la luz de la Palabra de Dios, dejémonos inspirar por sus historias, por el celo apostólico que marcó el camino de sus vidas. En su encuentro con el Señor, tuvieron una verdadera experiencia pascual: fueron liberados y ante ellos se abrieron las puertas de una vida nueva.
También en la historia de Pedro y de Pablo hay puertas que se abren.
La liberación de Pedro
La primera lectura nos ha descrito el episodio de la liberación de Pedro de su cautiverio. Este relato tiene muchas imágenes que nos recuerdan el acontecimiento de la Pascua: el hecho se verifica durante la fiesta de los ázimos; Herodes trae a la memoria la figura del faraón de Egipto; la liberación sucede de noche, como fue también para los hebreos; el ángel da a Pedro las mismas instrucciones que se dieron a Israel: levántate rápido, ponte el cinturón, cálzate las sandalias (cf. Hch 12, 7-8; Ex 12,11). Lo que se nos narra, pues, es un nuevo éxodo; Dios libera a su Iglesia, libera a su pueblo, que está encadenado, y se muestra una vez más como el Dios de la misericordia que sostiene su camino.
En aquella noche de liberación sucedió que, ante todo, se abrieron milagrosamente las puertas de la prisión. Luego, de Pedro y del ángel que lo acompaña se dice que «llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. La puerta se abrió sola delante de ellos» (Hch 12,10). No fueron ellos los que abrieron la puerta, sino se abrió sola. Es Dios quien abre las puertas, es Él quien libera y despeja el camino. A Pedro ―como escuchamos en el Evangelio―, Jesús le había confiado las llaves del Reino. Pero Pedro experimenta que es el Señor quien abre primero las puertas, porque Él nos precede siempre. Y hay un hecho curioso: las puertas de la cárcel se abrieron por el poder del Señor, pero Pedro encontró después dificultades para entrar en la casa de la comunidad cristiana: la mujer que va a abrir a la puerta, piensa que es un fantasma y no le abre (cf. Hch 12,12-17). ¡Cuántas veces las comunidades no asimilan esta sabiduría de abrir las puertas!
La experiencia pascual de Pablo
También el itinerario del apóstol Pablo es, ante que nada, una experiencia pascual. Él, en efecto, primero fue transformado por el Resucitado en el camino de Damasco y después, en la incesante contemplación de Cristo crucificado, descubrió la gracia de la debilidad; cuando somos débiles ―decía― en realidad, justo entonces, es que somos fuertes porque ya no nos aferramos a nosotros mismos, sino a Cristo (cf. 2 Co 12,10). Aferrado al Señor y crucificado con Él, Pablo escribía «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). Pero la finalidad de ello no era una religiosidad intimista y consoladora ―como nos la presentan hoy algunos movimientos en la Iglesia: una espiritualidad de salón―; al contrario, el encuentro con el Señor encendió en la vida de Pablo un celo evangelizador. Como hemos escuchado en la segunda lectura, al final de su vida Pablo declara: «El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos» (2 Tim 4,17).
Precisamente en el contar cómo el Señor le había dado muchas oportunidades de anunciar el Evangelio, Pablo utiliza la imagen de las puertas abiertas. Así, en relación a su llegada a Antioquía junto con Bernabé, se dice que «convocaron a los miembros de la Iglesia y les contaron todo lo que Dios había hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos» (Hch 14,27). Del mismo modo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto decía: «mientras tanto, permaneceré en Éfeso hasta Pentecostés, ya que se ha abierto una gran puerta para mi predicación» (1 Co 16,8-9); y escribiendo a los Colosenses los exhortaba así: «rueguen también por nosotros, a fin de que Dios nos allane el camino para anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,3).
Hermanos y hermanas, los dos Apóstoles Pedro y Pablo tuvieron esta experiencia de gracia. Ellos, en primera persona, experimentaron la obra de Dios, que les abrió las puertas de su prisión interior y también de las prisiones reales, donde estuvieron encarcelados a causa del Evangelio. Y, además, abrió ante ellos las puertas de la evangelización, para que pudieran experimentar la alegría de encontrarse con los hermanos y hermanas de las comunidades nacientes y llevar la esperanza del Evangelio a todos.
Primer Día del Papa con León XIV
Hemos recibido hace poco al nuevo sucesor de san Pedro y san Pablo en Roma. No lo conocíamos, pero cada vez lo valoramos y lo queremos más, como un don de Dios en este momento concreto de la historia de la Iglesia y la humanidad.
En este día hemos de rezar por él y con él, y ayudarlo económicamente para que pueda desarrollar con plena eficacia su tarea pastoral con el “Óbolo de san Pedro”.
LA PALABRA DE DIOS EN ESTA SOLEMNIDAD
Misa vespertina de la vigilia:
Primera lectura y Evangelio. Hechos 3, 1-10 y Juan 21, 15-19: Ambas lecturas de refieren a san Pedro, tanto cuando se narra la curación de un paralítico como al recordar la entrega del ministerio pastoral sobre toda la Iglesia que le confirió Jesucristo resucitado. El apóstol no tiene oro ni plata; toda su fuerza y poder salvador le viene del Señor.
Segunda lectura. Gálatas 1, 11-20: San Pablo resume el episodio de su conversión, cuando fue elegido apóstol por Cristo resucitado, y cómo buscó la comunión con Pedro en el inicio de su misión evangelizadora.
Misa del día:
Primera lectura y Evangelio. Hechos 12, 1-11 y Mateo 16, 13-19: San Pedro fue elegido por Jesucristo para presidir el colegio apostólico, tal como lo proclama el Evangelio, mientras que la primera lectura muestra la protección y la asistencia del Señor a su apóstol y a su Iglesia durante las primeras persecuciones en Jerusalén, Conforme a la palabra de Jesús: “El poder del infierno no la derrotará”.
Segunda lectura. 2 Timoteo 4, 6-8.17-18: Al acercarse la hora de su martirio, San Pablo hace balance de su actividad apostólica y da gracias al Señor que le inspiró y protegió a lo largo de su fecunda misión y que ahora le va a premiar con la corona de gloria y la vida en el reino eterno prometido.
Domingo, 27 de abril de 2025
Domingo de la Divina Misericordia
Lecturas:
Hch 5, 12-16. Crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
Sal 117, 2-4. 22-27. Dad las gracias al Señor porque es bueno.
Ap 1, 9-13. 17-17. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos.
Jn 20, 19-31. A los ocho días llegó Jesús: – La paz esté con vosotros.
La Palabra que el Señor hoy nos ha regalado es impresionante. En el Evangelio vemos como Jesucristo Resucitado se aparece a los discípulos reunidos y les muestra las manos y el costado —los signos de la crucifixión—. Jesús les hace ver que está vivo y que la cruz ha sido transfigurada: es fecunda y gloriosa.
Vemos a Tomás —como tantas veces estamos nosotros— lleno de duda y desconfianza, para acabar en la confesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío!
En la segunda lectura hemos contemplado a San Juan, desterrado en la isla de Patmos por ser fiel al Señor: a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús.
Jesús aparece glorioso: yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos. La Iglesia está en su mano: Él la protege y gobierna. No quiere infundir temor, sino confianza: No temas… tengo las llaves de la muerte y del abismo.
Jesucristo resucitado vive en la Iglesia. Ella recibe del Señor la paz, don de Dios, fruto de la victoria de Jesucristo sobre el pecado y l muerte. Recibe del Señor la misión: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibe el poder y el encargo de Jesús para perdonar los pecados. Recibe del Señor el Espíritu Santo, que es el gran don.
Estamos llamados a ser cristianos en la Iglesia. Y no en la Iglesia de tus sueños, sino en la comunidad real, santa y pecadora, a la que el Señor te ha llamado. Y, ¿por qué? Porque así lo ha querido Dios, que no te ha creado para la soledad, sino para la relación, la comunión y la donación.
Cristo ha querido que sus discípulos formemos el Pueblo de Dios, ha querido que vivamos en comunidad. Y ese Pueblo de Dios, esa comunidad, es la Iglesia.
La Iglesia crece con agua y con sangre: viviendo la riqueza del Bautismo y alimentándose con la Eucaristía. Crece confiando en el Señor.
La Iglesia crece acogiendo el amor de Dios y proclamando su misericordia: a quienes les perdonéis los pecados…
La Iglesia crece en la misión, abierta al Espíritu y dejándose llevar por Él.
Hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia, fiesta instituida por San Juan Pablo II. Esta fiesta nos invita a vivir la primera y más importante verdad de la Fe: Dios te ama, y no dejará de amarte nunca.
Te ha creado por amor y para amar y te ha creado para vivir con Él para siempre. Vivir de la Fe es vivir la vida como una historia de amor con el Señor. ¡Disfrútala!
¡Feliz Domingo de la Divina Misericordia! ¡Feliz Eucaristía!
Recibid el poder del Espíritu y sed mis testigos (Cf. Hch 1, 8).
¡Ven Espíritu Santo! (cf. Lc 11, 13)
Mt 16, 13-19. “Tú eres Pedro”. Pedro y Pablo son las columnas sobre las que se apoya la Iglesia naciente, que siguen siendo hoy para nosotros modelo y testimonio de lo que la Iglesia debe ser. Por un lado estamos llamados a confesar la fe, como hace Pedro, y por otro a anunciarla, como hace Pablo. Pedro reconoce en Jesús al Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús lo llama bienaventurado, porque esta es una revelación que no nace de nuestra naturaleza, sino que viene de Dios. Pedro recibe la responsabilidad de ser quien ayude a sostener la fe de la Iglesia. Esa sigue siendo la misión de los sucesores de Pedro. Tenemos la garantía de que el poder del mal no podrá vencer. Además Jesús le confía a Pedro el poder de las llaves, la autoridad para atar y desatar, para absolver y castigar el pecado y todo lo que pueda poner en peligro la fe.
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos.
Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados».
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia. R/.
«La diestra del Señor es poderosa,
la diestra del Señor es excelsa».
No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor. R/.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente. R/.
Hermanos:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él.
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
20 de abril: DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
Misa solemne.
Los cincuenta días que van desde este domingo de Resurrección hasta el de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como un “gran domingo”, tal como lo proclama el himno israelita propio de estas fechas que los cristianos aplicamos al Misterio Pascual: “Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 117, 24).
El “Encuentro”
En casi todos los pueblos tiene lugar la ceremonia del “Encuentro” de Jesús con su santísima Madre. Es un acto juvenil y alegre, en el que la liberación de la muerte se expresa soltando pajaritos y palomas; “Nuestra vida ha escapado como un pájaro de la jaula del cazador…”
La piadosa tradición de que Jesús se apareció antes que a nadie a su Madre aparece por primera vez en el apócrifo “Evangelio de Nicodemo” y a él alude también san Ambrosio en su “Tratado sobre las vírgenes”, pero son los autores de los siglos XIV y XV quienes desarrollarán literariamente este tema que hace a María sufrir una pasión paralela a la de su Hijo como corredentora con él.
En Valencia es fundamental la aportación de san Vicente Ferrer en sus homilías del domingo de Pascua y sor Isabel de Villena en su “Vita Christi” (capítulos 234 y 237) donde describe la escena tal como la recogen los pintores valencianos; según esta escritora, la Virgen intuyó que su Hijo había resucitado cuando vio desaparecer las gotas de sangre de la corona de espinas que estaba contemplando.
En su sermón predicado en la Seo de Valencia el 23 de abril de 1413 san Vicente decía: “Esta gloriosa resurrección de Jesucristo fue hoy demostrada graciosamente, en especial a la Virgen María, pues a esta conclusión llegan los Doctores aunque los evangelistas no lo pongan, porque no se ocupaban más que de los testigos, y porque el testimonio de la Madre en esta causa parecería favorable al Hijo, no lo escribieron para quitar esta sospecha. Lo apoyan dos razones, la primera, que el Señor Jesús llevó a plenitud lo que había enseñado, porque mandó honrar al padre y a la madre, y así quiso guardar el precepto. Y así primero quiso dar este honor a la Madre antes que a los demás, y se acordó de los dolores de la madre: “No olvidarás el gemido de tu madre” (Si 7, 29.
Luego el santo aduce la segunda razón basada en que todos los apóstoles perdieron la fe cristiana menos María, en la que permaneció toda la fe; y la tercera, que Jesús amaba a su Madre más que a nadie. El predicador nos acerca magistralmente a los sentimientos de María en aquella alba misteriosa después de que había pasado la noche pensando: “Mañana veré a mi hijo, pero ¿a qué hora?”
La Eucaristía en el día de Pascua.
Hoy, la proclamación del santo Evangelio es más Evangelio que nunca: la buena, la mejor noticia, y fueron las santas mujeres, las tres Marías, las que la recibieron, como ahora nosotros: “No tengáis miedo ¿Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado? No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron”. Y es María Magdalena, a la que se le llama “apóstola”, la que lleva la primera el mensaje a los discípulos.
Pedro y el discípulo amado fueron los testigos autorizados que levantan acta de que el Señor no estaba ya allí. Vieron el sepulcro vacío, pero no se quedaron en ello; iluminados por el don de la fe, comprendieron que no tenían que venerar un sepulcro, sino amar y seguir a un Viviente.
La lectura de san Pablo nos sitúa en el centro del Misterio Pascual y nos revela lo que significa este misterio para cada uno de nosotros: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo… Porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col 3, 1 y 4).
Así pues, en nuestra iniciación cristiana, cada cristiano ha sido incorporado, injertado en Cristo, de modo que su muerte y resurrección no son sólo un hecho del paso o una obra maravillosa de Dios, sino también un misterio de salvación que celebramos todos a partir del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, y que renovamos constantemente, ya sea cuando lavamos nuestra conciencia en la Confesión como cuando participamos en la Comunión. En todos estos momentos la efusión del Espíritu Santo nos aplica las gracias y la vivencia del Misterio Pascual.
Todo ello tiene una consecuencia moral para nuestras vidas, insinuada en la lectura mencionada y más expresa en la otra lectura opcional para este día: Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad (1 Co 5, 7-8).
Buscar los bienes del cielo, purificar nuestra conducta, es decir, organizar nuestra personalidad y nuestra vida según el modelo de Jesucristo. Es lo que intentamos con la penitencia cuaresmal y que ahora se nos ofrece como una gracia de la Pascua del Señor si estamos preparados para recibirla.
Segundas Vísperas. Conclusión del Triduo Pascual.
Es un acto que podríamos ir recuperando. Son la celebración del encuentro vespertino de Jesús con los caminantes de Emaús y con los discípulos en el cenáculo. Se abre el tiempo de alegría de la Cincuentena, la semana de semanas que es el santo Pentecostés.
Domingo, 20 de abril de 2025
Domingo de Pascua de Resurrección
Lecturas:
Hch 10, 34a.37-43. Nosotros hemos comido y bebido con él después de la resurrección.
Sal 117, 1-2.16.23. Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Col 3, 1-4. Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Jn 20, 1-9. Hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que Él debía resucitar de entre los muertos.
El pasado Domingo, te invitaba a preguntarte cómo te sitúas ante Jesús en este momento de tu vida. Es decir: ¿quién es Jesús para ti? ¿Un simple personaje de la historia? ¿Un “muerto” de la galería de hombres ilustres?
Y te sugería no precipitarte en la respuesta, sino a vivir la Semana Santa recorriéndola con el Señor. Te proponía recorrer el itinerario existencial de las diferentes personas que aparecen en la Pasión del Señor para que ellas te ayudaran a ver lo que hay en tu corazón y, acogiendo el don del Espíritu Santo, pudieras encontrarte con el Señor.
Hoy la Palabra nos hace un anuncio sorprendente: Cristo ha resucitado, ¡Aleluya! ¡Jesucristo vive! No seguimos a un muerto, ni a una idea. No. Hemos sido alcanzados por una Persona, Jesucristo, el Señor, que ha vencido a la muerte, vive para siempre y te invita a seguirle y vivir una vida nueva.
Tal vez estés atrapado en el sepulcro de tus “muertes”… Tal vez estés como las mujeres del evangelio, pensando ¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?, porque te sientes incapaz de salir del sepulcro.
O como los discípulos de Emaús camines taciturno y desencantado, porque sus ojos no eran capaces de reconocerlo y se habían alejado de la comunidad. Y vivas pensando Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió…
Y hoy la Palabra te anuncia que si acoges el don del Espíritu Santo y puedes mirar con los ojos de la fe también tú tendrás la experiencia de las mujeres que vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande.
También tú escucharás la voz del Ángel, que te dice: No tengas miedo. Jesucristo ha resucitado. Jesucristo vive y camina contigo. No estás solo.
También tú, si crees, verás la gloria de Dios. Verás como arde tu corazón porque el Espíritu Santo, el dulce huésped del alma, te susurra en cada latido de tu corazón que Dios te ama, que Jesucristo ha muerto y ha resucitado por ti, ha cargado con todos tus pecados, ha vencido todas tus “muertes” y te regala la vida eterna. La vida más allá de la muerte y más allá de tus “muertes”.
Y, entonces, al encontrarte con Jesucristo Resucitado vivirás una vida nueva. Así, vivirás como Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.
Vivirás buscando los bienes de arriba porque ya has experimentado que los ídolos quizás te podrán dar algo de “vidilla” pero no vida eterna, porque sabes que tu vida está con Cristo escondida en Dios.
¡Ánimo! ¡Abre el corazón a Jesucristo vivo y resucitado! Él te dará la vida eterna. Y comenzarás a saborearla, como una primicia, ya ahora.
Si crees, ¡verás la gloria de Dios!
¡¡Feliz Pascua, Feliz Encuentro con el Resucitado!! ¡Feliz Domingo! ¡Feliz Eucaristía!
Recibid el poder del Espíritu y sed mis testigos (Cf. Hch 1, 8).
¡Ven Espíritu Santo! (cf. Lc 11, 13).
Jn 20, 1-9. “Él había de resucitar”. La losa quitada del sepulcro puede no significar más que la profanación de una tumba, pero para nosotros es un signo elocuente de algo extraordinario, de un acontecimiento que cambia la historia de la humanidad. María Magdalena, que tan unida había estado a Jesús, por el bien que había recibido de Él, es la primera que va al lugar de la sepultura. La tristeza y el dolor no le permiten estar alejada del lugar donde yace el cuerpo de Jesús. Pero la sorpresa es inmensa, el sepulcro está abierto. Probablemente no sabe cómo reaccionar y no se atreve a entrar. Corre veloz para comunicarlo a los discípulos. Pedro y Juan parece que esperan la noticia. También ellos salen corriendo para deshacer el camino de María. La tumba abierta, lienzos y sudario. No está el cuerpo de Jesús. Esto solo puede significar resurrección. Lo que Él había anunciado, Dios lo ha realizado. ¡Aleluya! Verdaderamente ha resucitado el Señor.
En la Diócesis de Valencia
Aniversario de la dedicación de la S.I. Catedral de Valencia.
En la Diócesis de Valencia
Aniversario de la dedicación de la S.I. Catedral de Valencia.
(9 de octubre de 2023)
Al llegar esta fecha histórica en que recordamos el segundo nacimiento del pueblo cristiano valenciano, después de un periodo de oscuridad en el que nunca dejó de estar presente, conviene que tengamos presente esta festividad que nos hace presente el misterio de la Iglesia a través del templo mayor de nuestra archidiócesis, donde está la cátedra y el altar del que está con nosotros en el lugar de los apóstoles, como sucesor suyo. La sede de tantas peregrinaciones y de innumerables vistas individuales, brilla en este día con la luz de la Esposa de Cristo, engalanada para las nupcias salvadoras.
El 9 de octubre evoca la fundación del reino cristiano de Valencia y la libertad del culto católico en nuestras tierras. Ese mismo día, la comunidad fiel valenciana tuvo de nuevo su iglesia mayor, dedicada a Santa María, y estos dos acontecimientos forman parte de una misma historia. Es una fiesta que nos afianza en la comunión eclesial en torno a la iglesia madre, donde tiene su sede el Pastor de la Iglesia local de Valencia, el templo que fue llamado a custodiar el sagrado Cáliz de la Cena del Señor, símbolo del sacrificio de amor de Jesucristo y de la comunión eucarística en la unidad de la santa Iglesia.
El aniversario de la dedicación
El 9 de octubre será para la comunidad cristiana de Valencia una fiesta perpetua, pero en cada aniversario resuena con más fuerza que nunca el eco de aquella preciosa y feliz celebración en que nuestro templo principal, la iglesia madre, apareció con la belleza que habían pretendido que tuviera aquellos generosos antepasados nuestros que lo comenzaron.
La belleza de la casa de Dios, sin lujos, pero con dignidad, tanto en las iglesias modestas como en las más importantes o cargadas de arte e historia, lo mismo que la enseñanza de sus signos, nos hablan del misterio de Dios que ha querido poner su tabernáculo entre nosotros y hacernos templo suyo.
Al contemplar las catedrales sembradas por Europa, en ciudades grandes o pequeñas, nos asombra el esfuerzo que realizaron quienes sabían que no verían culminada su obra. En nuestro tiempo, cuando domina lo funcional, nos resulta difícil comprender esas alturas “inútiles”, esos detalles en las cubiertas y las torres, esas moles que, cuando se levantaron, destacarían mucho más que ahora, entre casas de uno o dos pisos. Pero lo cierto es que también ahora se construyen edificios cuyo tamaño excede con mucho al espacio utilizable; nos dicen que es para prestigiar las instituciones que albergan, y eso es lo que pretendían nuestros antepasados para la casa de Dios y de la Iglesia; eso, seguramente, y otras cosas que se nos escapan.
Una construcción que no ha terminado
El aniversario de la dedicación nos recuerda un día de gracia, pero también nos impulsa hacia el futuro. En efecto, de la misma manera que los sacramentos de la Iniciación, a saber, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, ponen los fundamentos de toda la vida cristiana, así también la dedicación del edificio eclesial significa la consagración de una Iglesia particular representada en la parroquia.
En este sentido el Aniversario de la dedicación, es como la fiesta conmemorativa del Bautismo, no de un individuo sino de la comunidad cristiana y, en definitiva, de un pueblo santificado por la Palabra de Dios y por los sacramentos, llamado a crecer y desarrollarse, en analogía con el cuerpo humano, hasta alcanzar la medida de Cristo en la plenitud (cf. Col 4,13-16). El aniversario que estamos celebrando constituye una invitación, por tanto, a hacer memoria de los orígenes y, sobre todo, a recuperar el ímpetu que debe seguir impulsando el crecimiento y el desarrollo de la parroquia en todos los órdenes.
Una veces sirviéndose de la imagen del cuerpo que debe crecer y, otras, echando mano de la imagen del templo, San Pablo se refiere en sus cartas al crecimiento y a la edificación de la Iglesia (cf. 1 Cor 14,3.5.6.7.12.26; Ef 4,12.16; etc.). En todo caso el germen y el fundamento es Cristo. A partir de Él y sobre Él, los Apóstoles y sus sucesores en el ministerio apostólico han levantado y hecho crecer la Iglesia (cf. LG 20; 23).
Ahora bien, la acción apostólica, evangelizadora y pastoral no causa, por sí sola, el crecimiento de la Iglesia. Ésta es, en realidad, un misterio de gracia y una participación en la vida del Dios Trinitario. Por eso San Pablo afirmaba: «Ni el que planta ni el que riega cuentan, sino Dios que da el crecimiento» (1 Cor 3,7; cf. 1 Cor 3,5-15). En definitiva se trata de que en nuestra actividad eclesial respetemos la necesaria primacía de la gracia divina, porque sin Cristo «no podemos hacer nada» (Jn 15,5).
Las palabras de San Agustín en la dedicación de una nueva iglesia; quince siglos después parecen dichas para nosotros:
«Ésta es la casa de nuestras oraciones, pero la casa de Dios somos nosotros mismos. Por eso nosotros… nos vamos edificando durante esta vida, para ser consagrados al final de los tiempos. El edificio, o mejor, la construcción del edificio exige ciertamente trabajo; la consagración, en cambio, trae consigo el gozo. Lo que aquí se hacía, cuando se iba construyendo esta casa, sucede también cuando los creyentes se congregan en Cristo. Pues, al acceder a la fe, es como si se extrajeran de los montes y de los bosques las piedras y los troncos; y cuando reciben la catequesis y el bautismo, es como si fueran tallándose, alineándose y nivelándose por las manos de artífices y carpinteros. Pero no llegan a ser casa de Dios sino cuando se aglutinan en la caridad» (Sermón 336, 1, Oficio de lectura del Común de la Dedicación de una iglesia).
Jaime Sancho Andreu