Durante los primeros siglos del cristianismo, este domingo estaba dedicado a la entrega del símbolo de la fe a los catecúmenos que debían recibir el bautismo en la Pascua; era la “traditio symboli” que preparaba a la devolución o “redditio symboli” que los bautizandos debían realizar en la mañana del Sábado Santo. El “símbolo” era en la vida corriente un signo de reconocimiento: dos fragmentos de cerámica que debían encajar; de este modo, los candidatos recibían el “credo” que debían aprender de memoria como señal de admisión entre los cristianos.
Antes de que se generalizase la celebración del Viernes Santo, este domingo era también el día en que se leía la pasión de Señor, ordinariamente según san Juan. Domingo de Pasión antes del domingo de la resurrección. Todavía hoy se conserva este carácter de “Domingo de Pasión”; además, la mayor parte de los cristianos que participan en la misa del domingo no asisten a la celebración del Viernes Santo, que no es de precepto.
Pero en el siglo IV comenzaron a llegar a Tierra Santa un gran número de peregrinos que deseaban recordarlos hechos de Jesús en los mismos lugares en que habían ocurrido. Muy pronto comenzaron a repetir la entrada festiva del Señor en Jerusalén, bajando del monte de los Olivos con palmas, ramos y cantos y acompañando al Obispo; así lo relata la peregrina Egeria, que viajó desde el Bierzo en España hasta recorrer todos los santos lugares a finales de dicho siglo IV.
Esta celebración se difundió por todas las iglesias con diferentes formas, y la propia de la liturgia romana es muy fiel a la tradición primitiva de Jerusalén, con la asamblea que se reune fuera de la iglesia, y marcha hacia ella después de leer el Evangelio de la entrada de Jesús, siguiendo con cantos al Obispo o sacerdote que preside. No es una procesión como las demás, sino una grupo o cuerpo que sigue a su cabeza, precedida por la cruz, el evangeliario y los ministros sagrados. Este acontecimiento de Cristo debe evocarse asimismo en todas las misas de este domingo, al menos con una entrada más solemne del celebrante.
La última estación de la Cuaresma.
Este domingo es la última estación de la Cuaresma como tiempo de formación y de penitencia, por ello se impone hacer un resumen de este ejercicio:
Los cuarenta días previos a la Pascua son un período catequético fundamental. La comunidad bautismal rememora su proceso de fe para acrecentarla. La Cuaresma se entiende, desde su origen, como un tiempo de gracia y reconciliación. Los cristianos somos invitados a una conversión cada vez mayor a Jesucristo. A través de la oración, la penitencia y el ayuno, buscamos una mejor configuración con Cristo, renovando el compromiso bautismal.
La conversión cuaresmal nos urge a retornar constantemente al Camino de la Vida, que es Jesucristo. Este camino nos conduce al Padre. Por la acción del Espíritu Santo, entramos en la comunión del Dios vivo y adquirimos la dignidad de hijos de Dios. La Iglesia no deja de proclamar este misterio de infinita bondad, exaltando la libre elección divina y su deseo de no condenar, sino de admitir de nuevo al hombre a la comunión consigo.
La Misa del Domingo de Pasión.
Sigue la Misa de la Pasión, con la lectura de la misma, este año A según san Mateo, que nunca puede sustituirse por el relato de la entrada festiva.
La pasión según san Mateo es el relato de la ofrenda del Hijo que ofrece a todos la misericordia del Padre como el Siervo de Yahwé proclamado por los profetas. Jesús sufre el más profundo abandono, pero lo vive con la confianza del Hijo en el Padre que contempla su sufrimiento sin faltar a su amor.
3 y 4 de abril: LUNES Y MARTES SANTOS
Como ocurría en Jerusalén, en estos días previos a la Pascua se siguen dos caminos paralelos; por una parte está el itinerario de los candidatos al Bautismo, a los que se presta una atención especial, y por otra, los cristianos veteranos, que siguen la historia de Jesús en aquellos últimos días leyendo en el Evangelio el conmovedor episodio cargado de presagios de la unción de Jesús en Betania (lunes) y la preparación de la Cena de Pascua con la traición de Judas (martes y miércoles). Como primera lectura se va desgranando la majestuosa serie de cánticos del Siervo de Yahwé en los que el segundo Isaías anuncia el sufrimiento redentor del Salvador.
Son días de penitencia en los que todos debemos rehacer el camino catecumenal, renunciando una vez más al pecado y a las situaciones que nos llevan a él:
Está claro en los Evangelios que la misión de Jesús consiste en inaugurar el Reino de Dios. «Vino Jesús a Galilea proclamando el evangelio de Dios y diciendo: Se ha cumplido el tiempo y se ha acercado el Reino de Dios; arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc 1,14-15). El objetivo de Jesús es reordenar el cosmos en torno a su centro vital, que es Dios. Esto significa reconducir la humanidad, y por ella a toda la creación, a la reconciliación. A la paz. Porque la creación es el marco donde se manifiesta la gloria de Dios, de la que es partícipe el hombre.
Si el hombre se aleja de Dios, la creación entera queda oscurecida. El rescate de cada hombre y mujer significa la renovación de todo lo creado. Así se comprende que Jesús, el nuevo Adán, asocia a su persona y a su misión, discípulos que llegarán a ser «pescadores» de hombres (cf. Mc 1,17). En la medida en que los hombres son rescatados, el cosmos entero es redimido, salvado.
5 de abril: MIÉRCOLES SANTO
En la S.I. Catedral Metropolitana, a las 11 h.: MISA CRISMAL, con la renovación de las promesas sacerdotales, presidida por el señor Arzobispo.
Se bendicen los santos óleos de los enfermos y de los catecúmenos y el santo crisma que se utilizan en la celebración de los sacramentos de la unción de enfermos, bautismo, confirmación, ordenación presbiteral y episcopal y en la dedicación de iglesias y altares.
Hasta la reciente reforma litúrgica, la Misa Crismal se celebraba en la mañana del Jueves Santo, con una reducida asamblea en la que rodeaban al Obispo siete presbíteros, siete diáconos y siete subdiáconos. Algo de este ritual ha pasado a la forma actual de la concelebración. Pero ahora esta celebración ha ganado en esplendor y concurrencia, porque se puede trasladar a uno de los días anteriores, habiéndose incorporado además – por voluntad expresa de Pablo VI – la renovación de las promesas que se hacen en la ordenación sacerdotal.
La Misa Crismal es una magnífica imagen del misterio de la Iglesia, en la que se expresa el fluir de la gracia de los sacramentos desde el sacerdocio de Cristo y por medio de sus ministros que la hacen presente en todas las comunidades.
6 de abril: JUEVES SANTO
TRIDUO PASCUAL
El Santo Triduo Pascual de Jesucristo, muerto, sepultado y resucitado abarca desde la Misa en la Cena del Señor hasta las segundas Vísperas del día de Pascua. Durante los primeros siglos, todos estos momentos del Misterio Pascual se celebraban un una sola acción sagrada que era la Vigilia Pascual, en la noche del sábado al domingo. Los dos días anteriores estaban consagrados al ayuno general prepascual y a la preparación inmediata de los catecúmenos que concluían en la “redditio symboli”.
Sin embargo, el ejemplo de Jerusalén fue imitado en las demás Iglesias, dando un significado histórico a estos días y siguiendo los pasos del Señor. De todos modos, la unidad del Misterio Pascual no se puede romper y se hace presente en cada una de estas celebraciones. En estos días podemos recibir en varias ocasiones la indulgencia plenaria: velando ante el sagrario durante media hora, en el Vía Crucis, en la adoración de la cruz y en la Vigilia Pascual; es una forma de renovar la pureza bautismal cuando hacemos memoria de nuestra propia muerte al pecado y resurrección a la vida eterna que se nos concedió en la iniciación cristiana.
MISA “EN LA CENA DEL SEÑOR”.
Se conmemora la institución de la eucaristía y del sacerdocio, y se recuerda el supremo mandamiento del amor. Es el “Día del amor fraterno”.
Todas las iglesias son este día un gran cenáculo. El rito del lavatorio de los pies, que antes se hacía aparte, en la sala capitular de las catedrales y monasterios, se ha situado ahora después del Evangelio, como una dramatización de la lectura y se hace en todas las iglesias. Es un día en que se siente de modo especial la presencia del Señor: Jesús se muestra a sí mismo diciendo: Yo soy el Camino, y la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). El contexto en el que Jesús pronuncia estas palabras no es otro que la noche del Jueves Santo, después de la Cena, antes de morir en la cruz. En esa impresionante ocasión, Jesús revela a sus discípulos que va hacia el Padre. Este ir al Padre constituye el culmen de la salvación. Todo el que siga a Jesús irá a donde Él va.
El día siguiente es “alitúrgico”, no se celebra la Eucaristía, y se resalta con una procesión el traslado de las formas consagradas hasta el sagrario. Se abre así un tiempo de vigilia y oración ante el Santísimo en el que respondemos a las palabras de Jesús en el monte de los Olivos: Velad y orad para no caer en la tentación (Mt 26, 41).
Homilía del Papa Francisco el Jueves Santo de 2022 en el Nuevo Complejo Penitenciario de Civitavecchia:
Cada Jueves Santo leemos este pasaje del Evangelio: es algo sencillo. Jesús, con sus amigos, sus discípulos, está en la cena, la cena de la Pascua; Jesús lava los pies de sus discípulos —una cosa extraña que ha hecho: en aquel tiempo los pies eran lavados por los esclavos a la entrada de la casa. Y entonces, Jesús —con un gesto que también toca el corazón— lava los pies del traidor, del que lo vende. Este es Jesús y nos enseña esto, simplemente: entre vosotros, debéis lavar los pies. Es el símbolo: entre vosotros, debéis serviros mutuamente; uno sirve al otro, sin interés. Qué bonito sería que esto se pudiera hacer todos los días y a todas las personas: pero siempre hay interés, que es como una serpiente que entra. Y nos escandalizamos cuando decimos: “He ido a esa oficina pública y me han hecho pagar una propina”. Esto duele, porque no es bueno. Y a menudo buscamos nuestro propio interés en la vida, como si nos cobráramos una propina. En cambio, es importante hacer todo sin interés: uno sirve al otro, uno es hermano del otro, uno hace crecer al otro, uno corrige al otro, y así las cosas deben avanzar. Para servir. Y luego, el corazón de Jesús, que le dice al traidor: “Amigo” y también lo espera, hasta el final: lo perdona todo.
Me gustaría poner esto en el corazón de todos nosotros hoy, en el mío también: ¡Dios lo perdona todo y Dios siempre perdona! Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Y cada uno de nosotros, tal vez, tiene algo ahí en su corazón, que lleva desde hace tiempo, que le hace “run-run”, algún pequeño esqueleto escondido en el armario. Pero, pídele perdón a Jesús: Él lo perdona todo. Sólo quiere nuestra confianza para pedir perdón. Puedes hacerlo cuando estás solo, cuando estás con otros compañeros, cuando estás con el sacerdote. Esta es una hermosa oración para hoy: “Señor, perdóname. Trataré de servir a los demás, pero Tú sírveme con tu perdón”. Así es como pagó con el perdón. Este es el pensamiento que deseo dejarles. Servir, ayudarse mutuamente y estar seguros de que el Señor perdona. ¿Y cuánto perdona? ¡Todo! ¿Y en qué medida? ¡Siempre! Él no se cansa de perdonar: somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Y ahora, intentaré hacer lo mismo que hizo Jesús: lavar los pies. Lo hago de corazón porque los sacerdotes debemos ser los primeros en servir a los demás, no en explotarlos. El clericalismo a veces nos lleva por este camino. Pero debemos servir. Este es un signo, también un signo de amor para estos hermanos y hermanas y para todos los que estáis aquí; un signo que significa: “Yo no juzgo a nadie. Intento servir a todo el mundo”. Hay uno que juzga, pero es un juez un poco extraño, el Señor: juzga y perdona. Sigamos esta ceremonia con el deseo de servir y perdonarnos.
7 de abril: VIERNES SANTO
Turnos de oración ante el sagrario hasta la celebración vespertina de la Pasión.
En la oración ante el santísimo sacramento, conservado en el “Monumento”, acompañamos al Señor en la soledad de su Pasión y le damos gracias porque ha querido permanecer sacramentalmente en medio de nosotros.
En la edad media se comenzó a llamar “monumentum”, palabra latina que significa “sepulcro” al lugar donde se conservaba una sola forma consagrada para la comunión del sacerdote en la celebración del Viernes Santo; por ello se hacían ritos como sellar la puerta del sagrario. Ahora deberíamos ir olvidando este sentido fúnebre para valorar la inmensa gracia de la presencia eucarística, memorial permanente de la entrega sacrificial de Cristo, e iniciando también a los niños y jóvenes en esta práctica piadosa. Adoramos al Señor en el sagrario de todos los días, especialmente si se halla en una capilla especial, adornado con grato fervor y buen gusto. Adorando el Santísimo al menos durante media hora se puede obtener la indulgencia plenaria.
Oficio de lecturas y Laudes.
En la noche del jueves y en la mañana del viernes, nada mejor podemos hacer ante el sagrario que celebrar la Liturgia del las Horas. De este modo nos unimos a la oración de toda la Iglesia, esposa y cuerpo de Cristo que eleva sus preces y alabanzas al Padre, haciendo suyo todo el sufrimiento de la humanidad para convertirlo en sacrificio redentor.
Via Crucis
De nuevo parece que nos traslademos a la ciudad santa de Jerusalén, recorriendo con Jesús la vía dolorosa. En este ejercicio puede obtenerse la indulgencia plenaria.
CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR.
Este acto vespertino comienza con la liturgia de la palabra en la que se leen dos lecturas y la Pasión según san Juan, a la que sigue la homilía y la oración universal; concluye esta liturgia con la adoración de la Cruz y la comunión con la Eucaristía consagrada en la Misa de la Cena del Señor. Quienes participan en la adoración de la Cruz pueden ganar la indulgencia plenaria.
En esta tarde, la desnudez del altar y la austeridad de la ceremonia nos traslada al patio del Gólgota, en el magnífico conjunto de monumentos que contemplaban los peregrinos de los siglos IV, V y VI, antes de la invasión islámica. Allí, al aire libre, delante de la colina del calvario, revestida de mármoles preciosos y sobre la que se alzaba una gran cruz de madera, se leía la pasión y se pasaba a besar la reliquia de la cruz, la Vera Crux que encontró santa Elena.
Es un acto de profunda seriedad, pero alumbrado por la gloria del madero en el que estuvo clavada la salvación del mundo. La sencilla cruz de madera, sin la imagen del crucificado, que cruza la iglesia hasta el altar para allí ser adorada: el trofeo de la Pasión ante el que deberemos hacer genuflexión siempre que pasemos ante él, hasta que comience la Vigilia Pascual.
Tarde de misterio en que tocamos lo más profundo del acto redentor:
Jesucristo es el paradigma, el relato de la historia de Dios-con-nosotros y de nosotros-con-Dios. El Hijo de Dios no ha venido para quitar el sufrimiento, sino más bien para sufrir con nosotros. No ha venido para suprimir la cruz, sino para extender sus brazos en ella. El Hijo está en medio de nuestro pecado. El Padre se compadece del Hijo y lo resucita. En la resurrección del Hijo, el Padre recobra al Verbo y todo lo que el Verbo abraza y significa. El Padre reconoce a su Hijo entre nosotros y en nosotros. Este es, desde luego, un gran misterio que nos hace estremecer.
8 de abril: SÁBADO SANTO
Oficio de lecturas y Laudes.
Durante este día la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor meditando su pasión y muerte y aquel descenso al lugar de los muertos en la que su alma se unió a restantes almas de los justos del Antiguo Testamento y los redimió de su cautiverio. Con este abajamiento a lo más profundo de la muerte, el Señor inicia su victoria sobre la misma.
La mañana de este Sábado Santo debería ocuparse en la oración y en la preparación de la gran Vigilia, al menos por el grupo más responsable de la comunidad. El Oficio de Lecturas contiene una de las lecturas más impresionantes de esta semana: el diálogo de Jesús con Adán en el reino de la muerte que el Señor va a descerrajar y anular para siempre. Es un día en que se nos invita a continuar el ayuno del Viernes Santo, siguiendo la primitiva tradición del ayuno prepascual que se rompe en la comunión de la Vigilia.
El Señor Jesús vivió la experiencia de la muerte en toda su realidad. San Agustín escribió: «Si el Verbo no se hubiese hecho carne y hubiese habitado entre nosotros, habríamos podido creer que estabas lejos del contacto con el hombre y nos habríamos desesperado».
El camino que Jesús recorre para volver al Padre no es otro que la humanidad pecadora, doliente y amenazada por la muerte. Convertirse quiere decir dirigir nuestros pasos hacia Dios por el camino de Jesucristo: la humanidad doliente que ha de ser reconciliada. Cada hombre y mujer es el camino que Jesús emprende y, necesariamente, es la ruta que el seguimiento de Jesús ha de tomar para ir a donde Cristo va. Como creyentes, hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la «gratuidad», entregándonos a nosotros mismos, sin reservas, a Dios y al próximo.
EN LA NOCHE SANTA, SOLEMNE VIGILIA PASCUAL.
El Misterio Pascual de Cristo, crucificado, sepultado y resucitado, tiene en esta liturgia nocturna “Madre de todas las demás vigilias”, su celebración culminante. Esta es una noche de vela en honor del Señor, como lo hizo el pueblo elegido desde el comienzo del Éxodo en Egipto. La vigilia comienza en el exterior del templo con la liturgia de la luz y se ilumina la iglesia como signo de la resurrección del Señor. La liturgia de la palabra proclama las maravillas de Dios en la historia de la salvación, desde la creación del mundo al Misterio Pascual de Jesucristo; luego viene la liturgia bautismal, con la renovación de las promesas que se hicieron en la iniciación cristiana, y luego la asamblea es invitada a la mesa que el Señor, por medio de su muerte y resurrección, ha preparado para su pueblo (cuarta parte de la vigilia, liturgia eucarística). Quienes participan en la Vigilia Pascual pueden ganar la indulgencia plenaria y también comulgar de nuevo en otra Misa del día de Pascua.
No se trata de una memoria histórica, Jesús asocia a los nuevos cristianos en su muerte y resurrección por medio del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Es la noche de la maternidad de la Iglesia. También en los cristianos veteranos revive la gracia de la Iniciación Cristiana cuando renovamos las promesas bautismales y nos llenamos del Espíritu al ser consagrados con el pan y el vino en la Eucaristía; iniciación que vuelve a culminar en la comunión en Cristo, compartiendo sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar a resucitar con Él.
El cristiano no cree en una trascendencia anónima, sino en un Dios que es Padre, Abba. Como dice el Santo Padre, Jesucristo por medio del Espíritu Santo, Él renueva nuestra vida y nos hace partícipes de esa misma vida divina que nos introduce en la intimidad de Dios y nos hace experimentar su amor por nosotros. Este trato de intimidad llega hasta el punto de hacerse vida de la vida del hombre.
En el día santo que comienza con esta vigilia y en toda la cincuentena pascual se celebra el cumplimiento de las profecías antiguas que hemos escuchado en los últimos domingos de esta Cuaresma y se llega al punto de origen del perdón de los pecados que ha sido proclamados en los últimos evangelios de la Cuaresma C, porque ahora se sabe que la muerte de Cristo, con su perfecta obediencia, reparó nuestras culpas ante el Padre, y que su resurrección fue la respuesta del Padre a nuestro crimen, abriéndonos la puerta de la gracia de la justificación.
Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual de 2020:
«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.
Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.
Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.
En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.
El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.
Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.
Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. Con la memoria de mi Galilea.
Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.
Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.
9 de abril: DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
Misa solemne.
Los cincuenta días que van desde este domingo de Resurrección hasta el de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como un “gran domingo”, tal como lo proclama el himno israelita propio de estas fechas que los cristianos aplicamos al Misterio Pascual: “Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 117, 24).
El “Encuentro”
En casi todos los pueblos tiene lugar la ceremonia del “Encuentro” de Jesús con su santísima Madre. Es un acto juvenil y alegre, en el que la liberación de la muerte se expresa soltando pajaritos y palomas; “Nuestra vida ha escapado como un pájaro de la jaula del cazador…”
La piadosa tradición de que Jesús se apareció antes que a nadie a su Madre aparece por primera vez en el apócrifo “Evangelio de Nicodemo” y a él alude también san Ambrosio en su “Tratado sobre las vírgenes”, pero son los autores de los siglos XIV y XV quienes desarrollarán literariamente este tema que hace a María sufrir una pasión paralela a la de su Hijo como corredentora con él.
En Valencia es fundamental la aportación de san Vicente Ferrer en sus homilías del domingo de Pascua y sor Isabel de Villena en su “Vita Christi” (capítulos 234 y 237) donde describe la escena tal como la recogen los pintores valencianos; según esta escritora, la Virgen intuyó que su Hijo había resucitado cuando vio desaparecer las gotas de sangre de la corona de espinas que estaba contemplando.
En su sermón predicado en la Seo de Valencia el 23 de abril de 1413 san Vicente decía: “Esta gloriosa resurrección de Jesucristo fue hoy demostrada graciosamente, en especial a la Virgen María, pues a esta conclusión llegan los Doctores aunque los evangelistas no lo pongan, porque no se ocupaban más que de los testigos, y porque el testimonio de la Madre en esta causa parecería favorable al Hijo, no lo escribieron para quitar esta sospecha. Lo apoyan dos razones, la primera, que el Señor Jesús llevó a plenitud lo que había enseñado, porque mandó honrar al padre y a la madre, y así quiso guardar el precepto. Y así primero quiso dar este honor a la Madre antes que a los demás, y se acordó de los dolores de la madre: “No olvidarás el gemido de tu madre” (Si 7, 29.
Luego el santo aduce la segunda razón basada en que todos los apóstoles perdieron la fe cristiana menos María, en la que permaneció toda la fe; y la tercera, que Jesús amaba a su Madre más que a nadie. El predicador nos acerca magistralmente a los sentimientos de María en aquella alba misteriosa después de que había pasado la noche pensando: “Mañana veré a mi hijo, pero ¿a qué hora?”
La Eucaristía en el día de Pascua.
La lectura de san Pablo nos sitúa en el centro del Misterio Pascual y nos revela lo que significa este misterio para cada uno de nosotros: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo… Porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col 3, 1 y 4).
Así pues, en nuestra iniciación cristiana, cada cristiano ha sido incorporado, injertado en Cristo, de modo que su muerte y resurrección no son sólo un hecho del paso o una obra maravillosa de Dios, sino también un misterio de salvación que celebramos todos a partir del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, y que renovamos constantemente, ya sea cuando lavamos nuestra conciencia en la Confesión como cuando participamos en la Comunión. En todos estos momentos la efusión del Espíritu Santo nos aplica las gracias y la vivencia del Misterio Pascual.
Todo ello tiene una consecuencia moral para nuestras vidas, insinuada en la lectura mencionada y más expresa en la otra lectura opcional para este día: Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad (1 Co 5, 7-8).
Buscar los bienes del cielo, purificar nuestra conducta, es decir, organizar nuestra personalidad y nuestra vida según el modelo de Jesucristo. Es lo que intentamos con la penitencia cuaresmal y que ahora se nos ofrece como una gracia de la Pascua del Señor si estamos preparados para recibirla.
En 2018, el papa Francisco nos ofreció en este día una preciosa y breve homilía que puede inspirarnos para vivir la liturgia de esta solemnidad:
“Después de la escucha de la Palabra de Dios, de este paso del Evangelio, me nace decir tres cosas.
Primero: el anuncio. Ahí hay un anuncio: el Señor ha resucitado. Este anuncio que desde los primeros tiempos de los cristianos iba de boca en boca; era el saludo: el Señor ha resucitado. Y las mujeres, que fueron a ungir el cuerpo del Señor, se encontraron frente a una sorpresa. La sorpresa… Los anuncios de Dios son siempre sorpresas, porque nuestro Dios es el Dios de las sorpresas. Y así desde el inicio de la historia de la salvación, desde nuestro padre Abraham, Dios te sorprende: «Pero ve, ve, deja, vete de tu tierra». Y siempre hay una sorpresa detrás de la otra. Dios no sabe hacer un anuncio sin sorprendernos. Y la sorpresa es lo que te conmueve el corazón, lo que te toca precisamente allí, donde tú no lo esperas. Para decirlo un poco con un lenguaje de los jóvenes: la sorpresa es un golpe bajo; tú no te lo esperas. Y Él va y te conmueve. Primero: el anuncio hecho sorpresa.
Segundo: la prisa. Las mujeres corren, van deprisa a decir: «¡Pero hemos encontrado esto!».
Las sorpresas de Dios nos ponen en camino, inmediatamente, sin esperar. Y así corren para ver. Y Pedro y Juan corren. Los pastores la noche de Navidad corren: «Vamos a Belén a ver lo que nos han dicho los ángeles». Y la Samaritana, corre para decir a su gente: «Esta es una novedad: he encontrado a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho». Y la gente sabía las cosas que ella había hecho. Y aquella gente, corre, deja lo que está haciendo, también la ama de casa deja las patatas en la cazuela —las encontrará quemadas— pero lo importante es ir, correr, para ver esa sorpresa, ese anuncio. También hoy sucede.
En nuestros barrios, en los pueblos cuando sucede algo extraordinario, la gente corre a ver. Ir deprisa. Andrés no perdió tiempo y fue deprisa donde Pedro a decirle: «Hemos encontrado al Mesías».
Las sorpresas, las buenas noticias, se dan siempre así: deprisa. En el Evangelio hay uno que se toma un poco de tiempo; no quiere arriesgar.
Pero el Señor es bueno, lo espera con amor, es Tomás. «Yo creeré cuando vea las llagas», dice. También el Señor tiene paciencia para aquellos que no van tan deprisa.
El anuncio-sorpresa, la respuesta deprisa y lo tercero que yo quisiera decir hoy es una pregunta:
«¿Y yo qué? ¿Tengo el corazón abierto a las sorpresas de Dios? ¿Soy capaz de ir deprisa, o siempre con esa cantilena, “veré mañana, mañana”? ¿Qué me dice a mí la sorpresa?».
Juan y Pedro fueron deprisa al sepulcro. De Juan el Evangelio nos dice: «Creed». También Pedro: «Creed», pero a su modo, con la fe un poco mezclada con el remordimiento de haber negado al Señor. El anuncio causó sorpresa, la carrera/ir deprisa y la pregunta: ¿Y yo hoy en esta Pascua de 2018 qué hago? ¿Tú, qué haces?”
Segundas Vísperas. Conclusión del Triduo Pascual.
Es un acto que podríamos ir recuperando. Son la celebración del encuentro vespertino de Jesús con los caminantes de Emaús y con los discípulos en el cenáculo. Se abre el tiempo de alegría de la Cincuentena, la semana de semanas que es el santo Pentecostés.
Jaime Sancho Andreu.