PUEBLO SACERDOTAL Carta del Cardenal Arzobispo de Valencia

PUEBLO SACERDOTAL Carta del Cardenal Arzobispo de Valencia

La reflexión de estos días de Semana Santa, se centra sobre el miércoles santo que, en Valencia, celebramos la Eucaristía, en la que se bendicen los óleos de catecúmenos y enfermos y se consagra el santo Crisma, es una manifestación privilegiada de la unidad misteriosa de la Iglesia diocesana, una bella e intensa expresión de ella, una hermosa imagen de la Iglesia del Señor, reunida y alentada por el Espíritu Santo, vivificada y santificada por Él. Es éste un buen momento para descubrir la Iglesia, pueblo sacerdotal, en su interioridad, y tomar conciencia de ella, para contemplarla, amarla, gozar de ella y servirla cada uno de nosotros desde nuestra propia vocación y misión. La Misa Crismal es la fiesta del sacerdocio cristiano, tanto del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios, significado en el crisma del Bautismo y de la Confirmación, como del sacerdocio ministerial que se confiere por el sacramento del Orden con la imposición de manos y la unción del santo Crisma. Cristo, único y sumo Sacerdote, actualiza su único sacerdocio por el ministerio sacerdotal de hombres del pueblo santo a los que elige para que participen de su misión: para anunciar la buena noticia a los pobres. Como Cristo, hemos sido ungidos por el Espíritu Santo.

Unción quiere decir consagración, dedicación, pertenencia. Los sacerdotes Hemos sido segregados para pertenecer a Dios enteramente: Él es nuestro lote y nuestra heredad, no tenemos otro bien ni otra riqueza que Él; hemos sido dedicados por completo en cuerpo y alma a Dios: para dedicarnos a Él, para que Él actúe en nosotros y a través nuestro, para entregarnos a su voluntad, para darnos sin reservas a su obra, para confiarnos con cuanto somos y tenemos a lo que Él nos encomienda, para que su amor se manifieste a los hombres, dándonos a ellos sin medida como prueba de que Dios los quiere así. Somos de Dios para los hombres; todo, en nosotros, es de Él y para que Él, infinito Amor, se muestre a los hombres y éstos puedan vivir de ese Amor. No nos pertenecemos. Miremos lo que esto significa; no nos pertenece ni nuestro tiempo, ni nuestras dotes, ni siquiera nuestra vida: son de Dios y de los hermanos, los hombres, a los que hemos sido enviados y entregados en nombre de Dios y por Él, para hacerle presente a Él, que se da todo, nos lo da todo y no se reserva nada para sí. Sacerdotes de Dios en todo momento, siempre dispuestos, siervos y servidores, pobres, gastándonos y desgastándonos siempre, perdiendo nuestra vida, dejándola a jirones: por Dios y por los hombres a los que Él ama. No buscamos honores, ni nos rodeamos de comodidades o seguridades, no nos importa pobreza o abundancia; no nos arredran dificultades, insultos, desprecios, calumnias o persecuciones; no nos hunden los fracasos; ni, por arduos que sean, escatimamos trabajos y sufrimientos necesarios. El Espíritu del Señor nos ha ungido para ser propiedad de Dios, sus siervos, dispensadores de sus misterios, servidores de los hombres y, en todo, prestos y atentos para servirles y dar gratis lo que gratis hemos recibido. Esta es nuestra paga: servir a Dios, dar el don de Dios a los hombres. No podemos tener miedo; nada ni nadie puede asustarnos porque el Señor, nuestro Dios, va con nosotros.

Sólo Dios, sólo Él y nada más que Él puede llenarlo todo y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia. No tengamos miedo de darnos por completo a Él y a su obra. Al desaparecer el miedo, crece a la par la fe y debemos entregarles lo mejor, confianza en Dios, su fuerza y fortaleza en nosotros, la alegría de ser suyos, estar con Él, entregarnos de lleno a la misión. El gustar la alegría y la fuerza de la vida con Dios, nos hace percibir con vigor la gran urgencia de convertirnos en mensajeros del Evangelio vivo, que es su Hijo, y de echar las redes, aunque la pesca hasta entonces haya sido escasa y estemos cansados hasta casi la extenuación. Así vamos a lo esencial que es Dios; así también estaremos en condiciones de conducir a los hombres a lo esencial, a Dios con rostro humano que es Jesús, y con Él buscaremos, anunciaremos y testificaremos, por encima de todo, a Dios. Así viviremos los sacerdotes, esas cuatro cercanías de las que nos hablaba hace poco el Papa Francisco y que caracterizan y deben caracterizar a los sacerdotes: la cercanía con Dios, con Cristo, la cercanía con la Iglesia y los Obispos, la cercanía con los otros hermanos sacerdotes, la cercanía con el pueblo al que servimos.

Para nuestra vida sacerdotal, que con frecuencia se muestra tan compleja y cargada de cosas y acciones y que tanta dificultad encuentra en el mundo de hoy alejado intelectual y afectivamente de la fe y de la Iglesia, es necesario centrarnos en lo esencial. Aquí vuelvo a repetir lo de siempre: lo esencial es Dios, revelado en el rostro humano de su Hijo. Si no hablamos de Dios, nos quedamos siempre en las cosas secundarias. Cristo nos ha traído a Dios. Nosotros no podemos llevar y entregar nada más que a Dios, dado a conocer y gustar en Jesús, su Hijo venido en carne. Es el mejor servicio y nada mejor podemos entregarles.

+Antonio Cañizares Llovera