De nuevo sobre el aborto Entrevista al cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares

De nuevo sobre el aborto Entrevista al cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares

Cardenal Antonio Cañizares (Foto: vgutiérrezPARAULA

PARAULA

– Hace unos días me preguntaban: ¿Conoce usted el informe de la OMS que recomienda facilitar el aborto sin restricciones legales ni límites?

– Sí lo conozco y bien que lo lamento, le respondía. Como también conozco y lamento la declaración del Presidente de Francia al iniciar su mandato en la presidencia europea que pretende que en toda la UE sea reconocido el aborto como derecho fundamental, como también conozco y lamento la legislación española publicada ya en el BOE sobre las sanciones a los que recen en la calle ante una clínica abortista para que no se produzcan abortos. Lamentable y más que lamentable e inhumano. ¿Cómo vamos a fiarnos de la OMS y de sus directrices, cómo vamos a fiarnos de Europa, y cómo vamos a fiarnos de nuestro Parlamento, de nuestro Senado, de nuestro Gobierno español? Terrible. ¿A dónde vamos? Si vamos así vamos derechos al abismo. Porque el aborto es la violación del derecho más fundamental y sacrosanto de los derechos humanos: el derecho a la vida, entrañado en lo más propio de la dignidad inviolable de todo ser humano, base de la convivencia entre los hombres, base de la sociedad. En el aborto se viola el “no matarás”, absoluto inscrito en la naturaleza humana y que pertenece a la “gramática común” del ser humano. Se trata de un crimen contra la persona y la sociedad, perpetrado, además, en seres humanos inocentes, débiles e indefensos. Legitimar la muerte de un inocente por medio del aborto mina y destruye, pues, el mismo fundamento de la sociedad. La generalización tan masiva en nuestros días del aborto legal -son muchos millones al año- en base a legislaciones permisivas, de una u otra manera en favor del aborto, constituye una grandísima derrota de la humanidad: han sido derrotados, en efecto, el hombre y la mujer. Ha sido derrotada la sociedad asentada sobre el bien común. Con el aborto se sacrifica la vida de un ser humano como si fuese un bien de valor inferior, un bien inferior frente al bien superior de la eliminación de la vida, en pro frecuentemente de un bienestar. Ha sido derrotado el médico que ha renegado del juramento y del título más noble de la medicina: el de defender y salvar la vida humana. Han sido derrotados los legisladores y quienes han de aplicar el derecho, llamados todos ellos a implantar la justicia y defender al débil. Queda también derrotado el Estado de derecho, que ha renunciado a la protección fundamental que debe al sacrosanto derecho de la persona a la vida; el Estado en lugar de intervenir, como es su misión, para defender al inocente en peligro, impidiendo su muerte y asegurando, con medios adecuados, su existencia y su crecimiento, con sus leyes permisivas contra la vida humana como es el aborto legal, está autorizando, de facto, la violación de un derecho fundamental y la ejecución de “sentencias de muerte” injustas, sin que, además, el moriturus pueda defenderse; así no se sostiene el Estado de derecho.

Podemos ahondar más. Las legislaciones favorecedoras del aborto ponen en cuestión el carácter de “humano” de ese nuevo ser vivo desde el momento en que es concebido o gestado. En estas legislaciones, ese ser vivo es una cosa, un algo, no un alguien, un quien, al que no se le puede sustraer la condición de ser personal, inherente a todo ser humano. Con ello, no sólo queda gravemente cuestionado el derecho fundamental del hombre a la vida, sino también la persona misma. A partir de ahí ya no se sabe quién es el sujeto del derecho fundamental a la vida: ¿el ser humano simpliciter ut talis, en cuanto tal o el que deciden los legisladores, las mayorías parlamentarias, el poder, en suma? Aquí hay una cuestión de fondo gravísima: quién, cuándo y cómo se es hombre. ¿Quién lo decide? ¿O es que está en manos del hombre -del poder- el decidir cuándo se es persona? Esto tiene unas consecuencias enormes, por ejemplo, en todo el campo de la concepción de los derechos humanos, de la creación o ampliación de “nuevos” derechos, etc. Por esto el tema del aborto es tan decisivo, más importante, incluso, que otros problemas. Así se comprende que sea lo más grave que ha sucedido en la historia de la humanidad y lo que marca una quiebra del hombre y de la sociedad nunca acaecida anteriormente. No tardará mucho en que la humanidad se avergüence de esto, como se avergüenza de la esclavitud o de genocidios tan cercanos todavía a nosotros. Relacionemos este tema con lo que estamos viendo lo que sucede en Ucrania con la guerra y saquemos conclusiones y consecuencias.

– ¿Por qué dice que es uno de los asuntos más graves y delicados?

– Como acabo de decir, a mi entender, uno de los asuntos más graves y delicados de la actual situación -y de las sociedades democráticas- respecto a los derechos humanos es la desaparición de un concepto de persona que no esté sometido a las decisiones cambiantes y de poder sobre qué es la persona. Es el mismo problema con el que se enfrenta la moral y la ética hoy: ha desaparecido la conciencia de la verdad de la persona como algo que nos precede y que no está sometida a nuestro arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas, aunque esta subjetividad sea expresión de una colectividad humana.

El tema del aborto no es una cuestión puntual, ni una simple cuestión moral de algunos sectores de la población. Se trata de una cuestión muy envolvente y abarcadora de muchos aspectos que apunta a las grandes, fundamentales e imprescindibles bases y valores que sustentan la democracia, esto es: la dignidad de cada persona, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el “bien común” como fin y criterio regulador de la vida política. El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. Para ser verdadera, crecer y fortalecerse como se debe, la democracia necesita de una ética y de un derecho que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto de persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales e inalienables, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y los hechos mismos muestran que la idea de un mero consenso social que ignore la verdad de la persona humana es insuficiente para un orden social justo y honrado. Es evidente, por tanto, que quien niega el derecho a la vida está contra la democracia y conduce la sociedad al desastre. No habría que olvidar tampoco que una sociedad en la que la dimensión moral de las leyes no es tenida suficientemente en cuenta o la vulnera, es una sociedad desvertebrada, literalmente desorientada, fácil víctima de la manipulación, de la corrupción y del autoritarismo.

– Según sus apreciaciones el tema del aborto procurado legalizado entraña una verdadera revolución cultural sin darnos cuenta que nos están “colando” esa revolución. ¿Es así?

-Cierto. A estas alturas resulta claro que nos hallamos inmersos en lo que me permito llamar una gran “revolución cultural”, gestada durante bastante tiempo antes. Los últimos papas, de una forma u otra, se han referido constantemente a ella. Desde hace unos decenios estamos asistiendo en todo el Occidente a una profunda transformación en la manera de pensar, de sentir y de actuar. Se ha producido y pretendido consolidar una verdadera “revolución” que se asienta en una manera de entender al hombre y al mundo, así como su realización y desarrollo, en la que Dios no cuenta, por tanto, al margen de Él, independiente de Él. El olvido de Dios o el relegarlo a la esfera de lo privado es, a mi juicio, el acontecimiento fundamental de estos tiempos; no hay otro que se le pueda comparar en radicalidad y en lo amplio de sus grandes consecuencias. Esto es lo que está detrás del laicismo esencial y excluyente que se pretende imponer a nuestra sociedad; no se trata de la legítima laicidad donde se afirma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesiones religiosas. Se trata de edificar la ciudad secular, construir la ciudadanía, crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo y en todos, una visión dominante del mundo y de las cosas, del hombre y de la sociedad, sin Dios, y con un hombre que no tenga más horizonte que nuestro mundo y su historia en la cual solo cuenta la capacidad creadora y transformadora del hombre. Este laicismo que se impone es un proyecto cultural que va al fondo y conlleva en su entraña erradicar nuestras raíces cristianas más propias y nuestro patrimonio y principios morales que nos caracterizan como Occidente sustituyéndolas por un cientifismo, o por una razón práctica instrumental, o por un relativismo ético, que a corto o medio plazo se convierte, en expresión de Benedicto XVI, en la “dictadura del relativismo”. El relativismo, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad, carcomida por él, que ha dejado de creer en la verdad y buscarla; en su lugar, duda escépticamente de ella y de la posibilidad de acceder a ella. En este gran cambio cultural, se nos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno, y justo. Se ha entrado en una mentalidad que niega la posibilidad y realidad de principios estables y universales. No hay ya “derecho”, sino derechos que se crean y se “amplían” según la decisión de quienes tienen el poder para legislar. La realidad misma, que de suyo se impone a nosotros porque es antes que nosotros, y la tradición, sin la cual no somos, no deberían contar en esta nueva mentalidad. Se pierde o se hace olvidar la “memoria” de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye. En esta mentalidad, sin verdad, sin tradición, sin memoria, parece que lo que debería contar es lo que ahora decidamos o decidan por nosotros. Todo depende de la decisión, de la libertad, una libertad omnímoda porque, como alguien muy claro exponente de esta revolución ha dicho: “será la libertad la que nos hace verdaderos”. Por supuesto, en todo ello, hay una concepción del hombre autónomo e independiente, único “dueño” de sí y creador, en la que Dios no cuenta, ni puede, ni debería contar, pues nos quitaría nuestra libertad, nuestro espacio vital. Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla, piensan que hay que apartar a Dios, al menos de la vida pública y de la edificación de nuestro mundo, y así tener espacio para ellos mismos. Pero, el que paga todo esto es el hombre que se quiebra en su humanidad más propia.

– Si se nos ha “colado” esta revolución cultural ¿esto está significando que Europa y Occidente están en peligro?

– Así es totalmente como usted dice. Para esta revolución cultural, -cambio subversivo de la realidad-, hay que intentar cancelar la tradición cristiana de Europa y de todo el Occidente, es decir: su visión de la persona, el derecho natural, una idea de bien común basada en el reconocimiento de los derechos fundamentales y en principios morales comunes y universales, apoyados en la razón,… Esta revolución cambia completamente a Europa, y al Occidente que ella ha engendrado y representa. La Europa libre, asentada en la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, la que, por las raíces cristianas, eleva el vuelo con las dos alas de la razón y de la fe, la que, por esas mismas raíces, ha unido razón y amor y ha apostado por el hombre; esa misma Europa, por tal revolución cultural, hay que decirlo, al reducirlo todo a la libertad, deja al hombre en la más pura soledad y en el desvalimiento más total, lo somete a la irracionalidad y a la fuerza de los más potentes, quiebra al hombre; éste pierde su grandeza y se convierte, al final, en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. El vacío y el nihilismo son casi consecuencias concomitantes y exigencias inevitables de esto.

– Se dice de usted que está muy vinculado a Benedicto XVI, que hoy, precisamente, 16 de abril cumple 95 años.

– Me siento muy vinculado a él, como a todos los Papas. Del Papa Benedicto XVI he aprendido muchísimo, sigo y seguiré aprendiendo. De él he recibido tanto en el plano personal, como en el de la fe, en el eclesial, en el aliento pastoral,… que no tengo más que palabras de agradecimiento, afecto y admiración hacia su persona, y, sobre todo, en cuanto sucesor de Pedro, que nos confirma en la fe, alienta en la esperanza y en la caridad. Soy deudor intelectual suyo y en otros aspectos personales. Es el Papa de lo esencial, para tiempos en que ir a lo esencial es tan sumamente necesario. Comparto con él su visión sobre la situación de la Iglesia en España y en Europa: creo, con él, que el problema fundamental de Europa está en la negación, en el oscurecimiento o en el olvido de Dios que es, en definitiva, lo esencial y en lo que la Iglesia debe estar centrada por encima de todo; ése será su mejor servicio: ofrecer a Dios a los hombres, darlo a conocer, testimoniarle, “traerles” a Dios, como hizo Jesús, y recuerda el Papa tantas veces. Me siento, como no puede ser de otro modo, en plena, plenísima, comunión con él. ¡Qué gran don ha hecho Dios a la Iglesia y a la humanidad!

– Una de las enseñanzas del Papa Benedito XVI, como lo fue también de San Juan Pablo II y ahora lo está siendo del Papa Francisco con su encíclica ‘Amoris laetitia’ es la familia y, sin embargo, no podemos afirmar que la familia pase por sus mejores momentos; ¿qué me dice a este respecto?

– La familia es lo mejor que tenemos. Es el santuario del amor y de la vida, escuela de paz, cimiento imprescindible para una nueva civilización del amor. Es el ámbito privilegiado donde la vida humana es acogida y protegida desde su inicio hasta su fin natural, y donde la persona aprende a dar y a recibir amor. La verdad del hombre es inseparable de la familia, cuya verdad e identidad se basa y fundamenta en el matrimonio o unión indisoluble entre un hombre y una mujer, abierto a la vida. La promoción, fortalecimiento y defensa de la familia, en su verdad inscrita en la naturaleza del hombre por el Creador, es la base para una nueva cultura del amor. Lo que es contrario a esa cultura o civilización del amor, y por tanto contrario a la familia, es contrario a toda la verdad sobre el hombre y al mismo hombre, constituye una amenaza para él. En la familia, asentada en la verdad que la constituye, está el futuro de la Humanidad y de cada hombre. Sólo la defensa y afirmación de la familia en su verdad e identidad más propia abrirá el camino, necesario y urgente, hacia la afirmación del hombre y su dignidad, hacia la civilización del amor y de la paz, hacia la cultura de la vida superando la tenebrosa cultura de la muerte que con tanto poderío nos amenaza. Como dijo el Papa Benedicto XVI en su alocución a los casi dos millones de personas reunidas en la plaza de Colón en Madrid, el pasado 30 de diciembre, “vale la pena trabajar por la familia y el matrimonio, porque vale la pena trabajar por el ser humano”.

Cierto que la integridad de la familia está sufriendo serios y preocupantes ataques, que vivimos tiempos no fáciles para las familias, sacudidas como están en sus cimientos por graves amenazas, claras y sutiles, incluso con legislaciones injustas, por ejemplo, en el caso de España, por la llamada Ley del “divorcio exprés”, o la de la reforma del Código Civil que es más que permitir las uniones estables de parejas del mismo sexo equiparándolas al matrimonio, llamándolas “matrimonio”, y, permitiéndoles, además, la adopción de hijos. Las leyes vigentes en España facilitan disolver la unión matrimonial, sin necesidad de aducir razón alguna para ello y, además, han suprimido la referencia al varón y a la mujer como sujetos de la misma; lo cual, obliga a constatar con estupor que la actual legislación española no solamente no protege el matrimonio, sino que ni siquiera lo reconoce en su ser propio y específico. La familia hoy se ve acechada en nuestra cultura y en nuestra sociedad, por un sin fin de graves dificultades -entre otras por la ideología de género, la mentalidad abortista y antivida, por una visión distorsionada de la sexualidad, por un insuficiente apoyo a la vivienda o a la economía familiar; y no faltan ataques a ella de gran calado, que a nadie se nos oculta. Esta situación es tan delicada, tan grave y de tan graves consecuencias, que hoy, sin duda, se puede considerar la estabilidad del matrimonio y la salvaguardia y defensa de la familia, su apoyo y reconocimiento público, como el mayor problema social.

– En el tema de la familia está muy unido el tema de la sexualidad. ¿Cuál es su opinión sobre esta temática?

– La Iglesia no quiere ni puede imponer un modelo propio sobre la sexualidad ni una determinada cultura sobre esta realidad básica del ser humano. El reciente magisterio de la Iglesia sobre la sexualidad humana es riquísimo, está bien fundado, es conforme a la razón; no la presenta como una mera cuestión moral o una norma más de comportamiento. Sabe que en una concepción verdadera sobre la sexualidad está en juego en una visión integral del hombre. Tal es para ella la grandeza de la sexualidad.

El tema de “género” es una cuestión muy importante, en la que están en juego muchas cosas. Sin duda, está en juego la grandeza y la verdad de la mujer, que no favorece la teoría de “género”. Esta cuestión se ha convertido en una verdadera ideología y constituye uno de los exponentes destacados de la “revolución cultural” antes referida. Cuenta con muchos medios e instrumentos puestos al servicio de los que la promueven y con alianzas de poderes muy influyentes. Algunos “lobbys” muy poderosos e influyentes están en ello. La promoción de leyes diversas, en las naciones y en el concierto de las mismas, es otro de esos instrumentos. Algunos poderes mediáticos y ciertos espacios televisivos son muy claros en lo que se intenta.

En esta ideología, en lugar de la palabra “sexo” se introduce y se viene utilizando la palabra “género”. El lenguaje no es neutral. Y con este cambio semántico se está diciendo sencillamente que las diferencias entre el hombre y la mujer, más allá de las obvias diferencias anatómicas, no corresponden a una naturaleza fija, sino que son producto de la cultura de un país o de una época determinados. Según esta ideología, la diferencia entre los sexos se considera como algo atribuido convencionalmente por la sociedad, y cada uno puede ‘inventarse’ a sí mismo.

La sexualidad, en esta ideología, no es vista propiamente como “constitutiva” del hombre; el ser humano sería el resultado del deseo de la elección. Sea cual sea su sexo físico, el hombre -varón o mujer- podría elegir su género, esto es: podría decidirse, en cualquier momento, -y consiguientemente cambiar en su decisión cuando quisiera- por la heterosexualidad, por la homosexualidad, el lesbianismo, el transexualismo… A nadie se le puede escapar cuanto en ello se implica y las cuestiones de fondo que ahí están encerradas.

Más allá de la ideología feminista radical, o de una nueva versión de la “lucha de clases” y del marxismo, que en su origen y desarrollo está motivando esta ideología, el cambio social y cultural que conlleva es de un gran alcance. En esta ideología y para esta revolución cultural no existe naturaleza, no existe verdad del hombre, sólo libertad omnímoda y sólo cultura creada por el hombre y cambiable por él. No hay nada constitutivo. Todo es libertad. No hay un orden moral válido en sí y por sí; todo depende de lo que se decida. No cabe un único y universal orden moral. El nexo individuo-familia-sociedad, en esta revolución, se pierde y la persona se reduce a individuo. En esta disociación entre sexo y género, o entre naturaleza y cultura, no cuenta, y sin embargo destruye, la dimensión personal del ser humano y lo reduce a una simple individualidad. La ideología de género lleva consigo el cuestionamiento radical de la familia y de su verdad -el matrimonio entre un hombre y una mujer abierto a la vida-, y, por tanto, el cuestionamiento de toda la sociedad. La familia, en verdad, desaparece; quizá es lo que persiga.

Pero también supone esta ideología el cuestionamiento de todo lo que significa y conlleva “tradición” e identidad. Tal revolución, además, excluyendo en su base toda referencia a la dimensión trascendente del hombre y de la sociedad, excluyendo a Dios, creador del hombre y que ama a cada hombre en sí y por sí mismo, comporta una dimensión laicista de la vida en la que no caben ni Dios ni verdad objetiva alguna. El relativismo radical es otro de sus soportes. Estamos, pues, ante una subversión en toda regla, ante una verdadera revolución cultural de consecuencias incalculables para el futuro del hombre y de la sociedad.

Esto nos plantea el gran tema educativo que por lo que estamos viendo la nueva legislación de educación aún lo va a poner mucho peor según parece. Sin duda plantea el gran tema educativo sobre el que habría para estar hablando varias horas. En España, como en el resto de los países, es una cuestión candente. Personalmente pienso que el reto primero y principal de la educación es la orientación que demanda la enseñanza: esto es: educar a la persona, hacer posible el desarrollo pleno e integral de la personalidad humana, enseñar y aprender a ser hombre cabal. Es el reto de que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo tener más, que, a través de todo lo que posea -incluidos conocimientos y destrezas- sepa ser más plenamente hombre en todas las dimensiones del ser humano, incluida la trascendente. Por ello el problema y la cuestión principal de la educación es la familia, que es el ámbito natural e imprescindible para ese aprender y crecer en el ser hombre; la familia es insustituible; es anterior a la escuela y a la sociedad. La crisis de la familia es crisis de la educación; el fracaso educativo de hoy tiene que ver, y mucho, con el deterioro de la verdad de la familia.

Es preciso, por otra parte, reconocer que se ha politizado, ideologizado e instrumentalizado en exceso cuanto se refiere a la enseñanza y a la escuela. Apoderarse de la escuela, sin pensar suficientemente en la persona de los chicos, o poniéndola al servicio de unos determinados intereses partidistas es un riesgo que se corre. Estimo que los actuales sistemas educativos o escolares -no sólo en España- han fracasado, no parecen responder, no responden, a las demandas y exigencias de la educación. El fracaso, además de la pérdida del papel educativo de la familia, ha venido no tanto por los aspectos organizativos y estructurales de las escuelas, y ni siquiera, con ser muy importante, por el nivel alcanzado de conocimientos, cuanto por los mismos objetivos, metas, contenidos y pedagogía de la enseñanza; es decir, por la concepción educativa y por la antropología que la sustenta, por la visión del hombre que se tiene y por la concepción de educación y escuela al servicio de tal visión antropológica y en subsidiariedad con la familia.

Esto tiene mucho que ver con todos los temas tratados en esta entrevista, particularmente con la de la “revolución cultural”. Ante esto, la Iglesia y los educadores cristianos tienen una responsabilidad: ofrecer una alternativa a la enseñanza mostrando cómo esto es posible. Pienso que en la encíclica ‘Fides et Ratio’, de Juan Pablo II, y en los discursos de Benedicto XVI a la Universidad de Ratisbona, y -el no pronunciado por él- a la Sapienza, de Roma y en el Escorial a los profesores, cuando la JMJ de Madrid hay elementos básicos para ellos, en los que no es cuestión para entrar ahora.

– Hablando todos estos temas le voy a formular una pregunta. En otros países, por ejemplo, Italia, donde ha estado usted viviendo varios años en un puesto de observación importante en la Curia Romana, ¿en qué situación se encuentra la Iglesia?

– Aun siendo diferentes las situaciones de la Iglesia en Italia y en España, son, sin embargo, muy semejantes en los puntos principales. Veo a la Iglesia, en ambos países, con vitalidad y esperanza, capaz de ofrecer caminos de futuro. Estimo muy fundamental y de gran alcance el Discurso al IV Congreso Nacional de la Iglesia en Italia, de Benedicto XVI, en Verona, de hace unos años, así como la Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal Española, de noviembre de 2006, Orientaciones Morales ante la situación actual de España. Son dos textos que guardan entre sí una gran sintonía: en ambos se muestra el camino de lo esencial: el anuncio y testimonio de Dios, y anunciar el “sí” de Dios a la Humanidad en Jesucristo, y, para ello, vivirlo en el interior de la comunidad cristiana, revitalizada en su fe. La consigna sería la que nos dejó el Papa Juan Pablo II en su último viaje a España en el 2003: “España evangelizada, España evangelizadora, ése es tu camino”.