El Sínodo de la Sinodalidad 2024 Reflexión del sacerdote valenciano Luis Miguel Castillo, uno de los Padres Sinodales

El Sínodo de la Sinodalidad 2024 Reflexión del sacerdote valenciano Luis Miguel Castillo, uno de los Padres Sinodales

El Sínodo de la Sinodalidad celebrará en este año 2024 su reunión final. Las iglesias particulares siguen reflexionando ante ante la próxima Asamblea de octubre, en la que presentarán las conclusiones al sucesor de Pedro.

Por ello, resulta especialmente valiosa la reflexión de uno de los Padres Sinodales, electo por designación propia del Papa Francisco, el valenciano Luis Miguel Castillo Gualda. Con amplios conocimientos y estudios de filología clásica y teología patrística en Roma, trabajó al servicio de Benedicto XVI y de Francisco en la Secretaría de Estado de la Santa Sede, donde ejerció como Scriptor Latinus Summi Pontificis, encargado de redactar en latín documentos solemnes del Vaticano, como las Bulas, y revisar las Actas de la Sede Apostólica.

Desde su regreso de la Santa Sede a Valencia es profesor de la Facultad de Teología y rector de la Basílica del Sagrado Corazón, antigua Iglesia de la casa profesa de la Compañía de Jesús, ahora templo diocesano. Desde las páginas de la revista diocesana PARAULA agradecemos la valiosa reflexión de Luis Miguel Castillo como Padre sinodal, que aporta luz a los pasos de este Sínodo, sobre el que se han vertido innumerables y encontradas opiniones, exógenas y en el seno de la Iglesia.

Luis Miguel Castillo.

Designación como Padre Sinodal

La elección me resultó sorprendente. El 6 de julio de 2023 Mons. Luis Marín de San Martín de la Secretaría General del Sínodo me lo comunicó. El Papa se reserva la elección de representantes para el Sínodo por designación propia, y entre ellos ha querido elegirme a mí. Me conoce y ha estimado oportuno, según me ha dicho, que mi voz esté presente en la Asamblea sinodal. La mayor parte de los miembros son obispos, pero en esta ocasión la Asamblea general ha tenido más de 450 participantes, con obispos, laicos -varones y mujeres-, y quince sacerdotes de los cuales 363 tenían derecho a voto. He formado parte como Padre Sinodal con voz y voto. Tener voz y voto supone participar plenamente tanto en el círculo menor como en las asambleas generales, pudiendo expresar tu parecer, así como votando para aceptar o no las propuestas de la relación final.

Me puse a estudiar el Instrumentum Laboris (IL) y a sacar conclusiones, a la luz de la doctrina de la Iglesia y de mi propia opinión, contrastándola con la de fieles de criterio diverso: religiosas, laicos, teólogos. Reflexioné y redacté algunos apuntes desde mi experiencia pastoral y fruto de mi plegaria y marché a Roma. Allí he vivido en el Colegio Español, que había sido mi casa durante los años en que amplié estudios, junto a los otros miembros del Sínodo, D. Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, D. Luis Argüello, arzobispo de Valladolid, D. Vicente Jiménez, arzobispo emérito de Zaragoza, D. Francisco Conesa, obispo de Solsona y D. Luis Manuel Romero, secretario de la Comisión para los laicos en la Conferencia Episcopal. He intentado realizar este servicio, a la Iglesia en general y al Papa en particular, con generosidad y entrega.

¿Qué es un Sínodo? Verdadera y falsa sinodalidad

‘Sínodo’ es una palabra de origen griego, que podemos interpretar como asamblea de aquellos que caminan juntos, como corresponde a la Iglesia considerada un Pueblo de Dios, que se congrega para orar en la Sagrada Liturgia y para discernir lo que el Espíritu le indica en cada momento de la historia. Se trata de una asamblea no anárquica, sino presidida por la autoridad jerárquica, es decir por los sucesores de los apóstoles, los obispos, y a la vez por el Papa, el sucesor de San Pedro. Sin esta estructura compactada por la comunión entre sus miembros que comparten una misma fe, no hay sínodo, sino cualquier otro tipo de reunión.

Hay quien se pregunta si la Iglesia es sinodal. Sí, lo es y ello en armonía con sus cuatro notas esenciales: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. La sinodalidad nos recuerda la comunión entre los miembros de la Iglesia. Sin comunión la Iglesia puede terminar convirtiéndose en una especie de sociedad partidista o presentar un esquema piramidal donde unos gobiernan y mandan y otros obedecen y escuchan. La Iglesia no es ni una monarquía absoluta, donde los prelados son jefes con poder absoluto, ni una democracia parlamentaria en la que las verdades reveladas se someten a votación, es decir a la opinión de los individuos, ni mucho menos una sociedad de tipo carismático con perfil anárquico.

No es similar a una empresa multinacional con un gran director general que vive en Roma, y los obispos un conjunto de empleados repartidos por el mundo, sino que es una unidad entre obispos, sucesores de los apóstoles, que presiden cada iglesia particular, a su vez presididos y en comunión con el Papa, cum Petro et sub Petro, que tiene un ministerio único como sucesor de Pedro ejercido en comunión con el episcopado universal. Comunión que dinamiza el “todos” del entero pueblo el “algunos” de los obispos que poseen la autoridad apostólica y del “uno”, que supone el ministerio del obispo de Roma, estableciéndose así una corresponsabilidad diferenciada en la que participen todos los fieles en todo nivel de vida eclesial.

Al Papa Francisco le ha parecido oportuno que la Iglesia Universal reflexione sobre su propia condición sinodal y se renueve revisando y reformando sus estructuras. Hay una línea directa entre la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II como deriva de la Constitución dogmática Lumen Gentium- y la sinodalidad de la que ahora tratamos. Por tanto, no responde a un capricho pasajero o a un invento del momento presente.

Ahora bien, el Sínodo y el desarrollo de la sinodalidad en la Iglesia hay que hacerlo sin provocar rupturas con la Tradición, o pretendiendo que el sínodo sea una ocasión para deconstruir la Iglesia o ser tan ingenuos de pensar que vamos a crear una nueva Iglesia, como si hasta ahora todo hubiera sido deficiente. La Iglesia camina en la historia, ciertamente con sus luces y sombras, pero siendo siempre asistida por el Espíritu Santo. La verdad de su presente deriva de la verdad de su pasado, desarrolla la doctrina en un continuo esfuerzo “tradicional” de penetrar más y más la Verdad revelada para exponerla al hombre de cada época. El único pasado del que debe desprenderse es de lo mundano que se le ha adherido, ello implica asumir el sano ejercicio de la reforma. No solo que cada fiel tenga una llamada a la conversión, sino que la Iglesia como institución también debe someterse a conversión en sus estructuras, pues es a la vez santa y pecadora, como tantas veces hemos escuchado. Eso sí, la Iglesia se reforma a sí misma continuamente para poder reflejar mejor su rostro de Esposa amada de Cristo. La gran tarea y responsabilidad de todo el Pueblo de Dios, pero si cabe más especialmente de los obispos, que son maestros de la Fe, y del Papa, es realizar bien dicha reforma tal que resplandezca más en la Iglesia la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad, siendo así mejor sacramento de unidad entre los hombres y con Dios.

Un Sínodo no es una feria ideológica, a la que se va con reivindicaciones de moda social, ni la forma de afrontarlo es la presión ideológica sobre los obispos o el Papa, a veces con el auxilio de los medios de comunicación. Tampoco cabe recurrir a argumentos de cariz emotivo, que pueden ser una trampa para vivir en la verdad. A un Sínodo se va con espíritu de comunión y orante, a discernir lo que el Espíritu dice a la Iglesia (cf. Ap 2,7), dado que la Tradición no nos ofrece una verdad fosilizada en la que todo está claro y para siempre. La Iglesia debe penetrar el contenido de la Fe sabiendo que le ha sido confiado el depósito sagrado de la Palabra de Dios, en la Escritura y la Tradición (cf. Dei Verbum 10). El hecho de que estemos celebrando este Sínodo denuncia que no la vivimos suficientemente y que tenemos aún mucha tarea pendiente en la edificación de Iglesia en esta dimensión.

Peculiaridad del presente Sínodo

Si preguntamos a los obispos que han participado en precedentes sínodos, nos dirán que este último ha sido especial en su desarrollo por:

  • La preparación de carácter único, por la magnitud de la consulta previa con un proceso de dos años, con fase diocesana, nacional y continental. En un retiro de tres días en la“fraterna domus” de Sacrofano, vivimos un momento de convivencia con gran intensidad eclesial y catolicidad.
  • La constitución con participantes no obispos interroga sobre si se debieran de realizar dos tipos de convocatoria. Creo que la experiencia es positiva. También se ha considerado mejorable la representación de los laicos por la mayoría presente de “funcionarios eclesiales” faltando familias de base.
  • El método, “conversación en el Espíritu” donde cada cual habla y se manifiesta sobre lo escuchado. Finalmente se busca una síntesis -que no quiere decir que no se reflejen desacuerdos- que se deja en manos de la Iglesia de su teología y de su Magisterio. La propia distribución, en mesas redondas, indicaba la apuesta por la comunión de hermanos de igual dignidad entorno al Señor. Nunca antes se había realizado algo igual en un Sínodo. No obstante, no hay que absolutizar ningún método.
  • El lema del presente Sínodo “Sinodalidad: comunión, participación y misión”. Se constituye una Iglesia que desea escuchar acoger y acompañar, para que nadie se sienta excluido. También temáticas concretas como objeto de misión, en torno a la mujer en la vida de la Iglesia, el ejercicio de la autoridad, la formación, la necesidad de iniciación cristiana en una Iglesia que ya no es de cristiandad, la opción preferencial por los pobres, la unidad y diversidad de culturas y fomentar la espiritualidad de comunión, temas que interesaron a la Asamblea porque interesan a la Iglesia universal.

Lo he dicho muchas veces y lo vuelvo ahora a repetir. No participamos del Sínodo para crear una nueva Iglesia, sino para ayudar a renovarla. La Iglesia no comienza ni con el Papa Francisco ni con este Sínodo, sobre el que, quizá, se ha proyectado una excesiva expectativa y ha sufrido un estrés propagandístico. La cuestión central del Sínodo, aún inconcluso, es tomar conciencia de la sinodalidad eclesial entendiéndola como eclesiología de comunión. Todo lo que se salga de esta pauta no sonará en armonía con la Iglesia de Cristo.

Hay que aclarar que el postulado sinodal no es una ocurrencia del Papa actual, aunque Francisco abogue por ello. Hay que contemplarlo en continuidad con la reflexión del Concilio Vaticano II y nunca en ruptura con él. El Sínodo no es una pesadilla ni un castigo sino una oportunidad de gracia y bendición. Pretender que la Iglesia no se debe reformar es un anquilosamiento de la Tradición que no responde a la naturaleza de la Revelación como la entiende la Iglesia.

Hay una mala perspectiva ante la Tradición. Algunos se esconden en ella buscando no sé qué seguridad -que parece más humana que divina-, otros no atienden a la Tradición apostólica como elemento de contraste para discernir lo que es sana doctrina, pensando que se puede dar respuesta a toda reivindicación con argumentos que no ensamblan en la arquitectura de la fe. Recuerdo al Papa Pablo VI: “La Iglesia abordará todas las problemáticas de la sociedad, pero con método propio. Ningún lobby de ningún tipo ni ninguna ideología de género con algunos de sus postulados nos tiene que condicionar para desarrollar nuestra doctrina. Es el amor de Dios revelado en Cristo y su Verdad el principio y fundamento de todo discernimiento en el Sínodo y fuera de él”. Hay que intentar no caer en el error de creernos ni mesías que vamos a contentar a todos, ni paladines de la ortodoxia que sospechamos de todo elemento de la modernidad, porque podemos tener los argumentos muy bien encajados, pero presentar una imagen de Dios y del hombre deformada.

Otros tienen miedo a considerar el Sínodo como un proceso. La Verdad no progresa, pero nuestra comprensión de ella sí, la vamos penetrando a lo largo de la historia. Proceso que avanza hacia Dios, no hacia las consignas ideológicas de nadie ni de ningún grupo que se haga con el “timón de la Iglesia”. La Iglesia camina mirando a María que también progresó en su historia personal de Fe.
El ambiente ha sido bueno y de escucha mutua, a fin de cuentas, no estamos sino para ayudar al Papa a decidir. El Sínodo no ha provocado nada: ha puesto de manifiesto la situación actual de la Iglesia, sus tendencias de pensamiento y diversas sensibilidades, pues es un encuentro universal: iglesias de países en guerra, iglesias de países ricos, iglesias de países pobres…lo que se interpreta desde la fe ante los problemas y signos de los tiempos.

Todos estuvimos de acuerdo en la necesidad de evitar una iglesia piramidal que se identifique con el clericalismo, en potenciar la dignidad común bautismal de todos sus miembros. ¿Hay algo malo en ello?, ¿no responde al ideal de Hechos de los apóstoles 4, 32 que presenta a la primera comunidad con un solo corazón y una sola alma?. Ni la Iglesia ni el Sínodo son un parlamentarismo democrático, sino que convive en armonía con la sucesión apostólica y la autoridad del obispo, que no procede del pueblo, sino de Dios. La Verdad Revelada no está sometida a la opinión del hombre.

El Sínodo no ha terminado

Fruto de la Asamblea del pasado octubre, una síntesis establece propuestas para continuar la reflexión en las iglesias particulares hasta la Asamblea de octubre de este año, en la que se presentarán conclusiones al Papa para su discernimiento final y, en virtud de su ministerio Petrino, escriba la Exhortación postsinodal, que intuyo será a modo de hoja de ruta para la Iglesia de los próximos años, que apenas acabado el Sínodo comienza la celebración del gran Jubileo del 2025.

Muchas gracias a la Redacción de Paraula por permitirme compartir esta experiencia tan intensamente eclesial con los fieles de nuestra diócesis. Sólo quisiera añadir aquello de San Pablo:
Yo planté, Apolo regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Porque nosotros somos colaboradores de Dios. (1 Corintios 3,6-7.9)

Recemos por el Papa Francisco, como él mismo siempre nos pide y no olvidemos lo que dijo su antecesor, Benedicto XVI, a quien en estos días hemos recordado en su primer aniversario de la muerte: Dios es la gran cuestión. Sí, Dios es lo que importa más allá de todas nuestras discusiones pues ubi Deus ibi homo, donde está Dios allí está el hombre.