La Epifanía del Señor (por Jaime Sancho Andreu)
(6 de enero de 2023)
El acontecimiento
En la fiesta de Navidad, leíamos en san Lucas que los pastores de Belén fueron los primeros en conocer y en proclamar el nacimiento del Mesías; hoy, según san Mateo, son unos magos, unos sabios, venidos de Oriente, los que declaran que ha nacido el Rey de Israel, un monarca fuera de lo común, porque su reinado se extenderá a todo el mundo y debe recibir el homenaje de los hombres de las tierras más lejanas.
No son María ni José ni los ángeles, los que anuncian el nacimiento del Salvador, son las personas que han escuchado la voz de Dios y han visto realizadas sus promesas en el niño de Belén.
Hoy es el día central de la Navidad para nuestros hermanos de rito oriental, que recuerdan los tres momentos de epifanía o manifestación de la gloria divina de Jesús, tal como permanece en las antífonas mayores de la liturgia de las Horas en el rito romano, como la que cantaremos en las vísperas de esta tarde: Veneramos este día santo, honrado con tres prodigios: hoy la estrella condujo a los magos al pesebre; hoy, el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy, Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán, para salvarnos. Aleluya.
El misterio de la Epifanía
La visita de los Magos encierra un misterio salvador que se prolonga en el tiempo y que llega hasta nosotros. Este es el día en que todos los participantes en la sagrada liturgia contemplamos «la Estrella», el divino Sol de la justicia. Este día vamos a la Iglesia llevando con adoración nuestras humildes ofrendas. A pesar de nuestra indignidad, somos envueltos por la gracia, recibida en la Palabra salvífica, en los misterios transformados y transformantes del altar, en la Iglesia, Esposa santa.
Hoy la liturgia de la Palabra se abre con la visión grandiosa de Isaías que verdaderamente abarca todo el tiempo de la manifestación del Señor: Adviento, Navidad y Epifanía.
El profeta anuncia la novedad de la vida que llega a la ciudad santa, a la Esposa. Ésta debe levantarse e iluminarse, porque en adelante el Señor la alumbrará con su gracia. Esta luz atraerá a los pueblos paganos a la Ciudad de Dios, y ésa será la Madre de los vivientes, la Madre de los pueblos, con hijos e hijas sin número. El corazón maternal de la Ciudad santa se conmoverá, los pueblos llegan, y traen ofrendas preciosas: el oro de la realeza, el incienso del culto divino, y desde ahora se hacen misioneros ellos mismos, para anunciar al mundo la alabanza divina (Primera lectura, Isaías 60,1-6).
Pero, en la visión del profeta, la luz del Señor brilla sólo sobre Jerusalén y el pueblo elegido. Sin embargo, san Pablo proclama la manifestación de la gracia de Dios y de su voluntad salvadora universal revelada ahora directamente a todos los pueblos por el Evangelio de Jesucristo (Segunda lectura, Efesios 3,2-3a.5-6). Este es el gran tema de la solemnidad de la Epifanía, que encuentra su mejor signo en la llegada de los Magos de oriente.
Las figuras de los Magos en el Belén
Recientemente, el Papa Francisco ha escrito una preciosa carta sobre el significado y el valor del Belén y, en ella, dice, refiriéndose al misterio de la Epifanía:
“Cuando se acerca la fiesta de la Epifanía, se colocan en el Nacimiento las tres figuras de los Reyes Magos. Observando la estrella, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra. También estos regalos tienen un significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús; el incienso su divinidad; la mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y la sepultura.
Contemplando esta escena en el belén, estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor”.
Del mismo modo, en la homilía del pasado año, nos animaba a imitarlos:
“Los Magos enseñan que se puede comenzar desde muy lejos para llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y peligroso camino. En primer lugar, ellos parten cuando aparece la estrella: nos enseñan que es necesario volver a comenzar cada día, tanto en la vida como en la fe, porque la fe no es una armadura que nos enyesa, sino un viaje fascinante, un movimiento continuo e inquieto, siempre en busca de Dios, siempre con el discernimiento, en aquel camino”.
Y concluía:
“Al final del viaje de los magos hay un momento crucial: cuando llegan a su destino “caen de rodillas y adoran al Niño” (cf. v. 11). Adoran. Recordemos esto: el camino de la fe sólo encuentra impulso y cumplimiento ante la presencia de Dios. El deseo se renueva sólo si recuperamos el gusto de la adoración. El deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo. Porque el deseo de Dios sólo crece estando frente a Él. Porque sólo Jesús sana los deseos. ¿De qué? Los sana de la dictadura de las necesidades. El corazón, en efecto, se enferma cuando los deseos sólo coinciden con las necesidades. Dios, en cambio, eleva los deseos y los purifica, los sana, curándolos del egoísmo y abriéndonos al amor por Él y por los hermanos. Por eso no olvidemos la adoración, la oración de adoración, que no es muy común entre nosotros. Adorar, en silencio. Por ello, no nos olvidemos de la adoración, por favor”.
LA PALABRA DE DIOS EN ESTA SOLEMNIDAD
Primera lectura y Evangelio (Isaías 60, 1-6 y Mateo 2, 1-12): El profeta anuncia el misterio que hoy se celebra: la vocación de todas las gentes para que reconozcan en Jesús al Salvador. El Evangelio proclama el cumplimiento de esta profecía, pero de modo más humilde, cuando los magos de oriente vinieron a adorar a Jesús, recién nacido en Belén.
Segunda lectura (Efesios 3, 2-3a.5-6): San Pablo nos dice que ahora se ha revelado el plan eterno de Dios, que tiene como final la manifestación del Salvador a todos los pueblos, representados en este día por los magos de los que nos habla el Evangelio.